OPINIóN
Actualizado 20/12/2024 11:48:20
Concha Torres

He de confesar que nunca me ha preocupado mucho la decoración de mi casa salvo en Navidad, momento del año en el que me dejo llevar por una locura de luces, velas, flores de pascua y adornos por doquier. Los adornos navideños se han sofisticado mucho desde que somos europeos: los hay hasta de buen gusto, y en ellos predominan el rojo y el verde que son dos colores que me encantan y más si van juntos (será mi querencia portuguesa la que responde en ese caso); ahora que, si un día todo ese adorno de buen gusto y evocación de nieve y cuadro de Brueghel faltase, me tiraría en plancha a por unas buenas tiras de espumillón y las pondría enmarcando mis cuadros. Tal frenesí responde probablemente a un trauma infantil, como tantas otras cosas, pues vengo de una estirpe de recios castellanos alérgicos a los fastos navideños, poco decoradores y solo fieles al Gordo y al pavo el día de Navidad; ambas cosas prescindibles en mi caso.

Vivo en una ciudad donde en este momento del año la noche comienza a las cuatro de la tarde y durante el día también es de noche, no sé si me entienden. La diarrea de bombillas e iluminaciones se limita al centro y los barrios comerciales y a mí me falta la luz más que el pan de cada día, así que el remedio a tanta oscuridad es poner la casa como un mercadillo navideño; aceptando que en ese despiporre decorativo, tengan protagonismo belenes, angelitos gordinflones, niños en pesebres, estrellas que nos lleven hasta un portal de Belén o de donde sea, los Reyes Magos con sus pajes, San Nicolás y Santa Claus con los cuatro renos, que en mi casa somos muy tolerantes con todas las culturas, las creencias y, de vez en cuando, hasta con el mal gusto.

Sirva toda esta introducción para justificar el que hace ahora un año, vino a visitarnos un amigo católico, apostólico y romano (pero español) que nos afeó el hecho de tener en el recibidor de nuestra casa un niño Jesús de porcelana convenientemente adornado con una vela (de Amnistía Internacional, pero vela, al fin y al cabo) y varias piñas recogidas en estos bosques maravillosos que nos rodean. Él es sabedor de mi nula práctica católica y mi descreimiento general de todo salvo lo que dicta la ciencia y se recoge en un libro, y no se ahorró el señalarme la incoherencia de mi comportamiento. Yo me callé porque bastante tiene él con sus cosas y porque la decoración navideña y la Navidad misma, tienen el poder de amansar la fiera que me habita. Pero ese día me dije, una vez más, que los españoles no somos capaces de ser seguidores de lo uno (me da igual iglesia, que partido político o equipo de fútbol) sin ser enemigos de lo otro; y así estamos y así nos ponemos hasta por una mísera figurita navideña. No les doy mi opinión sobre el anuncio de Campofrío de este año porque entonces la batalla está servida.

Independientemente de que cada uno decora su casa como le da la gana, los símbolos navideños son parte de nuestra CULTURA, con todas sus letras mayúsculas si hace falta. Son la estética con la que hemos crecido, la tramoya de nuestras infancias de país en blanco y negro y el recuerdo del calor que da esa patria que es la niñez, que se pierde cuando se gana el primer sueldo y hacienda se aprende tu nombre. Los espumillones, las bolas y árboles con colgajos son símbolos paganos que nos pertenecen tanto como los belenes con su río de papel de aluminio, los ángeles mofletudos que decoran las felicitaciones que nade envía y, sí, también el niño recién nacido alumbrado por la vela de Amnistía Internacional. En mi paisaje vital, y en esa foto fija que quiero que mis herederos recuerden, tanto está ese niño Jesús que pongo cada año como el infumable turrón de Suchard por el que, inexplicablemente, se pirran mis hijos crecidos al paladar del excelso chocolate belga; tanto habita la corona navideña con sus velas que voy encendiendo cada domingo de Adviento como los villancicos que me rompen los tímpanos por las calles de España, aunque ahora esté de moda “El burrito sabanero” que, miren por donde, yo escuché una Navidad lejana que pasé en Bogotá y me pareció entonces un soniquete encantador sin saber la que se nos venía encima.

Fíjense ustedes en el belén de la foto que ilustra la columna de hoy, que es el de la entrada de mi casa este año; aquí estoy esperando a que venga otro impertinente a decirme que si no soy creyente todo eso no me pertenece…Y feliz Navidad a todos los hombres y mujeres de buena voluntad, porque paz no tendremos nunca, si seguimos siendo todos así de intransigentes y cabestros.

Concha Torres

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