Si alguien tiene una extensa colección de fotografías de la Compañía es mi amiga Elba, pues rara vez le privo de recibir una cuando los pies me encaminan hacia esa calle de paso y de pasos. Estas dos que me sirven de pórtico del invierno que hoy se estrena, sin embargo, tomadas el último domingo y el último martes de este otoño, me las había guardado para mí, pensando quizá en que me inspirasen algunas palabras en este tiempo de tantas palabras vacías, porque la Navidad no la sabemos reconocer en su esencia de silencio, por muy polifónica que suene su belleza.
Más perdida parece la batalla de la luz, sumergida la timidez del adviento, el de una vela cada domingo lentamente hasta completar la corona, en el océano de las luminarias, sostenibles y concienciadas ellas, que se prenden cuando todavía nadie ha sido capaz de prepararse para acoger un signo tan hermoso. Destellos por los que aguardar turnos y recorrer kilómetros, para asombrarse sin darnos cuenta de ese otro asombro escondido, el de la llama tan débil que parece tambalearse y tan fuerte para ser, esa sí, luz en medio de la oscuridad, claridad rodeada de tinieblas, lo diferente en contraste con lo monótono.
Es la luz sin prisa la que se enciende, cada día, a su hora. La que el cielo marca, la que la mano humana señala siempre que antes se haya fijado en él. La luz sin prisa que el sol arroja sobre la piedra, que hace de cada fotografía según el momento de la jornada y el transcurrir de las estaciones una pieza única, también para los que, sin técnica, nos aferramos al ejercicio de pararnos para mirar, que no deja de ser otro combate contra la prisa, en el que disciplinarse para dominarla.
En la luz sin prisa hasta la urraca se posa, y le hace a uno canturrear por dentro que todo es blanco y negro, el color de mi vida, fantasear con que la traten de doña entre los de su familia de los córvidos, y preguntar el nombre linneano al volver a casa: “Ah sí, Pica pica”, como los polvos.
Con la luz sin prisa hace cola la noche esperando suceder al día que nunca sabremos, que jamás supimos, que es subida y bajada por Compañía, ida y venida de nuestras prisas pendientes de dominar, necesitadas de una mirada paciente, de una esperanza cierta, de un adviento al que le queda sólo una vela por encender.
Luz sin prisa es la que el farol comparte cuando el ocaso hace hueco a la muerte para recordarle que ella no tiene la última palabra ni le corresponde tampoco el último silencio, que en el tronco verde de una cruz los brazos que se han abierto son los de la Vida, encarnada desde un pesebre hasta el infinito de la eternidad. Spes.