Si me pusiera a querer, si empezara a desear, pasearía por unas y otras cosas sin posar demasiado los pies de mi mente en ellas, estoy segura, porque no ansío, sinceramente, objeto material alguno. Tengo suficiente con todo aquello que es símbolo de mis relaciones personales.
Por ejemplo, los libros que me han regalado personas que los han comprado pensando en mis gustos, o recordando una fecha, o que alguien que conozco ha escrito, con dedicatoria incluida. Libros obsequiados, por mis abuelos y por mis padres, que me han ido amasando como persona desde tierna edad, y todos aquellos que han sembrado inquietudes o han satisfecho algunas curiosidades labradas por mi pensamiento inquieto.
Además, abrazan mi cuello o mis dedos promesas cumplidas, fechas señaladas, besos repletos de mucho amor.
Algunas fotos, casi siempre de otros, de esos cuantos a los que nunca en la vida, aunque fuera eterna, dejaríamos de amar.
Postales de viajes que recuerdan paisajes y, casi siempre, monumentos creados por mano humana y mente privilegiada que, sólo con mirarlas, contienen el traqueteo del tren o el silbido del avión en el que nos desplazamos; instantáneas que congelan, en milésimas de segundo, imágenes para la posteridad.
Unos cuantos folios en blanco, esperando vivencias nuevas que escribir…
Mi música. Toda esa que acerca, nítidos, a través del tiempo, todos los recuerdos, todos los olores, todo el colorido de momentos vividos, y toda la que me queda por descubrir, la que aún tiene que abonar de emoción mi alma para esponjarla.
Definitivamente, sin exagerar, tengo aquello que necesito.
Mi único deseo de Navidad suele ser siempre para otros. Tozudamente, para otros que están lejos. Insistentemente, fervientemente, para los que carecen de todo.
Para aquellos a los que la naturaleza castigó sin saber por qué. El aire enfurecido que hizo volar todo por los aires. El barro viscoso que sepultó las vidas. El temblor de las entrañas de la tierra que derribó las esperanzas. El berbiquí de la manga marina que sopló sin piedad alguna. La cólera del agua que sesgó el porvenir. El fuego que escupió la tierra y lo enterró todo a su paso.
También para quienes soportan, cada día, el sonido de las bombas que no dejan que se cierren, en las noches oscuras y lentas, los párpados. Para los que doblan sus miembros y caen a plomo sobre el asfalto, a sangre fría, a capricho de una mano (in)humana. Para los que obedecen órdenes de unos que están más arriba, de otros que están más arriba, de otros que son superiores, que a su vez siguen absurdas normas dictadas por la sinrazón.
Pierdo, en ocasiones, la esperanza de que, alguna vez, seamos amables con la naturaleza y la tratemos como merece para que podamos disfrutar de tanto como nos regala. Y de que las guerras acaben por fin, y para siempre, porque la historia está sembrada de esa especie de minas subterráneas (odio, venganza, traición, ambición desmedida…) que han ido depositando esos personajes que han hecho del mundo, a su antojo, un cortijo privado en el que obligan a que unos maten, sin querer matar, a otros, sin motivo.
Sí, confieso que algunas veces pierdo la esperanza de que las cosas cambien. Pero algo, muy dentro de mí, me hace pensar y desear, con todas mis fuerzas y con insistencia, la PAZ en el mundo como máximo derecho de todos los seres humanos, y ese mismo impulso me hace seguir, sin cejar en mi empeño, escribiendo, una y otra vez, mi mayor deseo, especialmente en Navidad.
Mercedes Sánchez