Perder al niño pequeño que se cuelga de nuestra mano con su capullo de dedos bien apretado en la manopla de invierno, en el guante de los cinco lobitos tiene la loba. Perder al pequeño que apenas llega a la rodilla en el tumulto de gente que llena la calle de frío, la calle plena de cabezas cubiertas que se deslizan entre el humo de los alientos y las luces municipales que no dejan resquicio al que detesta la navidad y se reboza impotente en sones navideños inacabables. Perder al niño diminuto, al niño en el templo, mientras sobre nuestras cabezas, los infantes de piedra contemplan nuestro mimo, se ríen de nuestro cuidado, mueven los pompones de nuestros gorros de lana impasibles ante el frío, la helada que acaricia a las estatuas, el pasar de un tiempo de austeras navidades a otro de exagerados fastos inacabables…
La pesadilla que nos hace apretar la mano y confiar en el uniformado, en la bondad de los desconocidos. En el otoño que aún parecía verano, un niño lloroso se tropezó conmigo en la calle. Había salido del parque infantil huyendo en broma de una madre que llegó después envuelta en llanto, ambos en el estrépito del miedo, en la orfandad de la calle. Entonces pensé, subiendo la cuesta que lleva a mi casa, en los pocos niños que ahora vemos, niños como éramos nosotros, de recado y de ir solos al colegio, niños que cruzábamos las calles sin miedo aunque avisados por el cuento y la madre asertiva que nos avisaba de las maldades del lobo de caperucita y sus ardides, de su sexo misérrimo ofrecido en una esquina del que huías al galope… Niños educados en la dureza del frío y de la comida que se come y no se deja, en el regalo que eran libros o ropa que en ocasiones, se heredaba sin queja y se ponía hasta que la rozadura en las rodilleras la hacía inservible.
Hay más perros que niños en la ciudad provinciana de gentes que pasean, de cochecitos que protegen el milagro del bebé bien abrigado. Al lado del parque infantil, juegan los canes su feliz encuentro con los suyos. Y en la casa espera el gato como un hermoso jarrón colocado sobre la tubería de la calefacción, calentándose la panza y aguardando la pitanza. Es nuestra vida ahora cuando nuestros hijos ya han soltado la mano en las multitudes y se van de fiesta mientras nosotros nostalgiamos el tiempo en el que apretábamos su cercanía y temíamos la pérdida como una posibilidad siempre presente. El miedo a soltar la mano que custodiamos, manopla pequeña, cinco lobitos, dedos de niño, no te sueltes, no te vayas, quédate a mi lado, cinco tenía, cinco criaba… y en las alturas, el infante de piedra riendo los temores de la tierra.
Charo Alonso.
Fotografía: Fernando Sánchez Gómez