Cuando voy en el autobús al trabajo, dejo que el bamboleo me sacuda. Veo las calles. Miro los letreros de los establecimientos que no entiendo. Observo a los transeúntes. Escucho las conversaciones de los demás pasajeros. Me entretengo imaginando lo que acaso puedan decir.
Creo que en algún momento u otro, por fuerte que arrecien las cosas, conseguimos descansar, al menos un poco. Como mexicano escribiendo para este periódico español, desde luego, no tocaré temas sensibles, como lo ocurrido en Valencia, ni mencionaré cosas de otros en otros continentes. Como todas y todos sabemos, hay cosas que resulta correcto obviarlas, contextos, debido a la imposibilidad de referirlas.
Radicado temporalmente en China por motivos laborales, en el curso de los últimos meses he experimentado algo referido por otros escritores fuera de sus países de origen. Por motivo de espacio (no diré por motivo de mi falta de bagaje cultural), solo mencionaré a un autor, mexicano también, Octavio Paz. Durante su residencia en el extranjero, cobró una distancia nueva que le permitió mirar su patria desde una perspectiva distinta. A Carlos Fuentes, otro escritor mexicano, le sucedió algo similar, con sus estancias en Inglaterra. Para Alfonso Reyes, mentor de los escritores anteriores, su tiempo en España le proporcionó una mirada renovada hacia México, que le permitió componer su ensayo Visión de Anáhuac.
En este orden de cosas, en nuestro caso, nosotros no nos compararemos con las firmas anteriores. Ni lo haremos con las firmas de los autores españoles que en las primeras décadas del siglo pasado dejaron su patria para ir a Francia, Marruecos, México, la Unión Soviética, etc. En relación con ellos, no pasamos de ser… o yo, hablando en singular, no paso de ser un niño en el jardín de infancia, con babero, crayones, plastilina y biberón.
Cuando llego a casa por las noches, con el calzado deshecho, porque no es original (tiene una compostura del mercado Jáuregui, que si bien suple con una buena suela el desperfecto de la anterior, no proporciona la comodidad del calzado nuevo), cuando llego a casa, me pongo unas babuchas y descanso. Me tumbo en el sofá para leer las noticias, en primer lugar, de mi país. También repaso a golpe de dígitos en el teléfono lo que pasa en el mundo. Los cartones, las caricaturas, los dejo al final. También, por último, leo la “Rayuela”, del periódico mexicano La Jornada. Esto me ha permitido constatar una cosa de mi entorno.
Los extranjeros en el país, por lo general, no leen las noticias. No tienen respuestas concretas para abordar las temáticas de actualidad. Cuando entablo una conversación, no saben en realidad lo que está pasando en el mundo. Emplean frases hechas, alusiones vagas, refieren con balbuceos una supuesta realidad sobreentendida. Buscan la manera de llevar las temáticas citadas a su terreno, para capotearlas. Pocas personas hablan con un lenguaje claro y preciso.
En otro orden de cosas, también hemos podido atestiguar que realmente pocas personas leen literatura. Como lo señaló Javier Cercas en su discurso de ingreso en la Real Academia Española, la literatura suele ir aparejada a un juicio de inutilidad, por parte de la gente que no emplea su tiempo en este ejercicio de la literatura o de cualquier otro arte. Para quien ignora la hondura del ser implícita en la creación de una obra artística, estas cosas carecen de interés, de utilidad, según ellos.
En cuanto a nosotros, realmente ha sido hasta hace poco tiempo que ha cobrado una vida (sobra decir verdadera, viva, encendida) la literatura. Si, por una parte, en el mundo, el azar orquesta las cosas que pasa, y el periodismo, en vano, intenta recuperarlas para exponerlas al público, en la literatura, en cambio, el azar depende únicamente de la voluntad creadora del autor, quien dispone en el orden racional y subjetivo de su pluma los acontecimientos que refieren en letra de molde el fruto de su intelecto y sabiduría. El arte crea la realidad.
El juicio anterior sobre las personas que no leen lo emito sobre otros extranjeros, no sobre gente de nacionalidad china. Del mundo chino no digo nada, porque no hablo con ellos: mi natural incapacidad para el aprendizaje de idiomas me ha permitido conservarme dentro del cascarón de la lengua castellana. No he sacado la cabeza afuera, para mirar cara a cara la realidad lingüística y no lingüística oriental. En lugar de aprender frases nuevas, he preparado cada una de mis clases, exámenes, respuestas a la universidad, artículos, etc., con una minuciosidad llevada hasta el extremo de la imperfección. Las hojas, cuando caen de los árboles en otoño, se toman una pausa en el aire para contemplar la luminosidad de mis labores. Desvían el curso de su caída para posarse, suavemente, a mis pies. Yo las veo hacer eso y no las piso. Camino a un costado. Dejo a mi sombra la labor de saludarlas. Debido a esa razón, al empleo profesional en mi labor docente, no he encontrado la ocasión de aprender algo más allá de un ni hao, un bye bye.
La conciencia sobre mi propia cultura mexicana, hispana, me permite, por partes iguales, apreciar mejor la cultura asiática. Entiendo que ambos mundos seamos como el aceite y el agua, no nos mezclamos fácilmente. Pero también entiendo que si a ambos nos ponen sobre la misma superficie en brasas, ardemos por igual. La vida en un país distinto le ofrece a la persona que la experimenta la sensación de tener una liga en el alma que se estira hasta dar de sí y romperse. El latigazo sucede en un instante. Arde. Pero luego se hace costra la herida y la piel se curte de nuevo. El sentimiento del tacto, no obstante, debajo de la piel endurecida, no se pierde. Podríamos decir, en cambio, que se afina, o potencia, como sucede con las yemas de los dedos de los músicos.
Volviendo al tema de la prensa escrita, sin perder el hilo sujeto en el párrafo, podemos recordar a un autor a quien hemos citado en el pasado, Jorge Luis Borges. Probablemente, él entendió lo que hemos comentado. Él supo lo que era su Buenos Aires desde fuera. De él sabemos (o al menos eso nos dijo), además, que no leía la prensa. Nosotros, leyendo los periódicos del siglo XXI, lo entendemos a él. El autor del libro Ficciones no prestaba atención al mundo irreal (en ocasiones, ridículo), del tiempo y el espacio concretos. Él volcaba su atención, en cambio, a otro mundo, más real (menos vacío). Alejo Carpentier, desde su imperio literario barroco, lo criticó. Pero Borges (vean el discurso de ingreso de Javier Cercas en la RAE, aunque no se compare con el discurso de otros académicos de una estética de la inteligencia más elegante), pero Borges, decimos, citando a Javier Cercas, desde su Biblioteca de Babel no dejó de actuar en la revolución social del siglo pasado y presente, para perseguir un mundo más equitativo, justo y humano.
Junto al sofá del piso donde vivo tengo una lámpara. Esa lámpara, por las noches, meses atrás, no la movía, ni siquiera la giraba conteniendo la respiración, porque el vecino de abajo se quejaba del ruido. Por eso, en ese entonces, cuando entraban mensajes de WeChat en el teléfono llevaba el dedo índice a mis labios para pedirle silencio. También, cuando cerraba los ojos para dormir, tenía cuidado de hacerlo suavemente, porque sabemos que los párpados abrigan sueños, y esos sueños, más si los alimenta la literatura, rebosan de vida.
A la mañana siguiente, cuando me preparo para ir al trabajo, cambio el calzado. Me permito un descanso de los zapatos del día anterior. Me pongo la corbata. Respiro. Cuando voy en el autobús al trabajo, dejo que el bamboleo me sacuda. Veo las calles. Miro los letreros de los establecimientos que no entiendo. Observo a los transeúntes. Escucho las conversaciones de los demás pasajeros. Me entretengo imaginando lo que acaso puedan decir. No pocas veces, debido a su mirada por el rabillo del ojo, entiendo que hablan de mí. En momentos como esos, en respuesta, inclino el ala del sombrero que no tengo, y comunico con el silencio de mis labios elocuentes un xiexie.
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