OPINIóN
Actualizado 06/12/2024 09:09:19
Mercedes Sánchez

Él creó la luz.

Bueno, en realidad, podríamos decir que fue el Sol, con sus llamas ardientes, quien se erigió como rey de la luz en los cielos, con sus antorchas incandescentes.

Pero él aprendió a recoger cada rayo luminoso y a posarlo con delicadeza en cada lugar de la tierra.

Aquel niño, que perdió tan tempranamente a sus padres y fue criado por unos familiares, hizo caso omiso de las enseñanzas de su tío, cerrajero, que quiso transmitirle su oficio hasta que tuvo que cejar en su empeño, porque sus retinas sólo querían ver luz.

Y así fue como empezó a desarrollar su portentoso talento.

Comenzó a dejar caer luminiscentes blancos entre las coloridas plantas, sobre las lánguidas crines de los caballos, sobre los delantales de las amas de cría, sobre los vestidos impecablemente puros de las damas y sobre sus alados sombreros.

También sobre los reflejos del cascabel de agua de las fuentes y sobre las espumas batidas de las inquietas olas del mar.

Y en los lienzos que envolvían el abdomen de las afligidas figuras de Cristo, y entre los pliegues de las vestimentas de los danzantes que llenaban tan vasta geografía…

Posó níveos tonos sobre las vetustas maderas de las oscilantes barcas y sobre las hinchadas velas de los barcos, y en los juguetes de los niños, y sobre su inocente piel.

Además, regó de tonos de alabastro las sudorosas camisas de los aguerridos pescadores, los albos uniformes de los despreocupados marinos, las nacaradas escamas de los atunes, las raídas prendas de las prostitutas y los hambrientos mendigos, las escarpadas rocas de los acantilados, las sedosas sombrillas de las paseantes damas, las polvorientas casacas de los moribundos soldados.

Esparció todo el blancor en la alta copa de su veraniego sombrero y en las canas de su envejecida barba y en los reflejos del sol sobre su nariz y en los almidonados cuellos de sus pulcras camisas.

Con negra tinta puso blanco amor en el blanco papel de las deliciosas cartas que escribió a su siempre amada Clotilde, a la que cuidaba y veneraba a diario, aunque estuviera muy lejos, a la que enviaba los más elegantes tejidos desde otros países dibujando con unos cuantos rasgos la moda imperante en las grandes ciudades del mundo y a la que, con auténtica veneración, dedicaba interminables sesiones para pintarla en el florido jardín de su palacete o posando delicadamente en el interior. Y así, dejaba, para la posteridad, luz en sus ojos de enamorada, en las sedas de sus ropas, en las texturas de sus vestimentas, en los brocados de las tapicerías de sus elegantes sillones, en los tornasolados rasos de sus suaves sábanas, y sobre el nácar de su piel desnuda.

De nombre Joaquín, y apellidado Sorolla, el pintor creador de la luz, el de los blancos impolutos, el de las texturas de la dermis y los tejidos, el de los brillos en las nubes y en las orillas del mar, el de las escamas de los peces y los lomos de los caballos, deja, para la eternidad, la belleza de su tierra valenciana, las costumbres recogidas en su gira por España, la mirada del amor, la exquisitez de sus marinas, la tierna candidez de la infancia, en sus cuadros llenos de belleza y colorido, inundados por la emoción que contagia ver sus lienzos, que contemplamos siempre embriagados de inmensa e intensa gratitud.

Mercedes Sánchez

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