Da la impresión de que cada año las fiestas de Navidad llegan antes que el año anterior. El otro día me comentaba un amigo colombiano que en su país comienzan en septiembre los preparativos para Navidad.
En España este año todas las ciudades se han puesto de acuerdo en encender las luces de Navidad antes de que termine noviembre. Y cada año me pregunto ¿a qué vienen esas prisas? La respuesta me la sé hace tiempo: el ambiente festivo y luminoso nos hace consumir más. Es decir, adelantar las señales navideñas, de tal modo que se unan con el largo Black Friday, parece comprobado que aumenta los consumos…que es de lo que se trata, de una estrategia de marketing.
Pero en Psicología (y quizás también en Economía) sabemos que esta respuesta explica solo parcialmente esta ansiedad de que lleguen las Navidades. El marketing no es capaz de aumentar el sentimiento de alegría de una población, ni la ilusión de que vuelvan los tiempos alegres y generosos. La alegría, el bienestar por sentirse amado en el grupo familiar, procede de raíces más profundas, de vivencias de nuestra infancia, como todo lo decisivo en la vida.
Y esta afirmación lo prueba el hecho de que el estímulo más decisivo para hacer nacer los sentimientos de alegría son las luces, los colores, para muchos también la música y las canciones navideñas. Es la mirada de los niños o nuestra mirada infantil de adultos la que produce el chispazo que posibilita que se enciendan las luces y se llene el ambiente de colores. En occidente es la historia lejana de un Niño único que nace, querido y protegido por sus padres, por un buey y una mula, la que marca la atención de los niños; no es ninguna historia de consumo.
Por más que la economía necesite para crecer que el consumo aumente en Navidad, si no se dan las condiciones emocionales para salir de compras, no habrá aumento del consumo. Y esta etapa que estamos viviendo está siendo en general una etapa llena de tensiones políticas, bélicas, dificultades graves en la economía doméstica (pago de los alquileres, de los recibos de electricidad, de colegios…) muy poco propicia para expresar sentimientos de alegría, al menos en ámbitos públicos.
Nos provocaría vergüenza y pudor, cuando estamos diariamente viendo cientos de niños en Gaza que acaban de perder a sus padres, a sus hermanos, y su propia casa, o adultos, soldados y civiles ucranianos, muertos o heridos en una guerra que nadie parece querer terminar. O inmigrantes que no llegan a algún país europeo para encontrar un trabajo que les permita vivir, a ellos y a su familia.
Se puede seguir sintiendo la alegría de la inocencia de la infancia, pero ya no negando la existencia de tanto dolor en nuestro entorno. Esa negación sería similar a la del Caín del Antiguo Testamento negando a Dios cualquier responsabilidad en la muerte de su hermano Abel.