Las palabras que me vienen a la mente para referir estos conceptos son, en primera instancia, hierofanía, y a continuación, aunque con reservas por el momento, otredad. En este instante, no mentaremos la epifanía, por corresponder, como salta de inmediato a la vista, a otro orden de cosas.
Quisiera seguir leyendo a los autores que me gustan. Leerlos, si no indefinidamente, pues eso resultaría aburrido, cansado, tedioso, imposible, sí al menos un rato más. Jorge Luis Borges, me parece, no leía la prensa escrita. Declinaba la supuesta actualidad de las noticias del periódico a cambio de su literatura preferida. Yo sí leo las noticias. No llego a contar con una actividad revolucionaria al modo de un Alejo Carpentier, pero sí me intereso en las cosas que pasan; o al menos, en las cosas que la prensa dice que pasan (muchas veces las noticias del periódico superan en ingenio y creatividad a las cosas relatadas en los libros). Mi postura, por lo tanto, se conserva dentro de su horma, sin derramarse a otros continentes ajenos a su esencia, recogiendo de aquí y allá —valga decir, ya de Carpentier, ya de Borges, ya de Rulfo— esto y aquello para enarbolarlo a la altura de la redacción de los renglones corrientes. Una cosa que sí comparto con Borges, sin embargo, es la idea de no reconocerme como el autor de mi propia literatura: la persona que firma el escrito no soy yo, sino otro.
Lo mismo, o lo equivalente, creo, lo compuso Rimbaud también, pero en otro idioma, que yo no leo, a pesar de mis estudios de francés de antaño. Me pregunto si algo por el estilo le sucederá a los pintores, o los músicos, o, por qué no, incluso a los arquitectos. Las palabras que me vienen a la mente para referir estos conceptos son, en primera instancia, hierofanía, y a continuación, aunque con reservas por el momento, otredad. En este instante, no mentaremos la epifanía, por corresponder, como salta de inmediato a la vista, a otro orden de cosas. Para quienes no han escuchado la palabra hierofanía, podemos decirles, citando a la Academia, que, en su primera acepción, consiste en la “manifestación de lo sagrado en una realidad profana”; y en la segunda, en una “persona o cosa en la que se manifiesta lo sagrado”. Qué tiene que ver, por lo tanto, lo descrito con lo del sentimiento, o la percepción, de no corresponder como autor al creador original de la obra. Si ustedes son creadores, y con mayor razón si son creadores heridos por el ala de la diosa blanca de Graves, no tendrán reparo alguno en entender lo que venimos diciendo.
A Jorge Luis Borges le pasó. Al poeta francés de Una temporada en el infierno, también le sucedió. Desde otra perspectiva, no ya en cuanto a la autoría, sino en relación con la obra de arte en sí, el pintor belga René Magritte lo expresó en su cuadro conocido como Esto no es una pipa (el título original es La traición de las imágenes —que Sor Juana Inés de la Cruz conoció en su siglo barroco novohispano—). La pipa que vemos en la representación gráfica evidentemente no es una pipa. El óleo de la tela, como podría certificarlo cualquier niño con uso de razón para el caso, no se corresponde con la madera del objeto representado. Ahí no podemos darle una calada a un buen tabaco de los estancos. Umberto Eco, nos parece, podría explicarlo mejor… Ah, por cierto, hablando del autor de El nombre de la rosa y de la lectura de los periódicos, Eco compuso la novela Número cero, que nos ha recomendado nuestro librero mexicano, quien, al parecer, la tiene subrayada y anotada.
Otra cosa que siempre nos ha gustado, que quisiéramos poder hacer infinitamente, es la lectura de poesía encontrada al azar. Esto, definitivamente, no nos choca. No causa tedio, no aburre, no agota, siempre y cuando —sobra decirlo, la poesía sea buena—. En un primer instante, nos llega de no sabemos dónde el recuerdo de José Emilio Pacheco. Elena Poniatowska, hija de la autora de Nomeolvides, Paula Amor Poniatowska, en una columna de La Jornada, recuerdo, exaltó la generosidad y bonhomía de José Emilio Pacheco. Este último, a su vez, no sé si influido por su natural talante generoso, abrigó afectos muy sentidos hacia la obra de otro autor mexicano, Octavio Paz, en especial sobre su poema Piedra de Sol. Otra poesía que he disfrutado como no tengo idea es la del erudito mexicano (cuántos mexicanos, no solo en Estados Unidos, velando por el cuidado propio y el de los suyos, en tierras nacionales); otra poesía, decimos, es la de Ángel María Garibay, tocayo de Juan Angel Torres Rechy. De este último (dejaremos de lado, por el momento, al políglota toluqueño Ángel María Garibay); de Torres Rechy apenas ayer leíamos un borrador, que irá a las prensas muy pronto. De ese conjunto de 30 poemas, con su permiso firmado por escrito, recogemos uno, en calidad de inédito, que en parte versa sobre lo articulado en este opúsculo, que por motivos prácticos recibe el nombre de columna.
***Persistencia del ser en la poesía***
La vida ha labrado en tu rostro,
un ceño atemperado, definido,
que guarda en proporciones un estímulo
robado de tus labios, que me hablan.
Me dicen tus palabras lo que quiero:
me dictan el menú de la comida.
Lo hacen con los breves caracteres
que tiene tu idioma no sabido.
Recorres con los platos los pasillos,
oscuros que iluminan la penumbra.
Te alejas hasta el cabo del recinto,
con pasos uniformes, consonantes,
que giran y se pierden y me dejan,
tan solo con el vuelo de tu trenza,
tocada por un lazo sin misterio.
Al lado, en las mesas de madera,
el humo de las ollas se consume,
se eleva una ofrenda hacia el techo,
hirviendo con un fuego que no quema.
Las risas se confunden con los gritos,
los jóvenes festejan lo que ignoro,
se quejan de las cosas que no veo,
mirando en el teléfono la prensa
***que cuenta, sin error, nuestros horrores.***