Como suele decirse que el imaginario colectivo nos brinda enseñanzas que de vez en cuando recoge la literatura, hoy no va a ser diferente desde esta tribuna.
“Es imposible…dijo el orgullo. Es arriesgado…dijo la experiencia. Es inútil…dijo la razón. Demos una oportunidad…dijo el corazón”
Cada vez que escuchamos la palabra orgullo, pensamos en una autoestima elevada, aunque no siempre tiene connotaciones negativas, ya que también puede asociarse a motivos que resultan nobles. De hecho, qué razón lleva una madre o un padre al sentirse orgullosos de un hijo que ha terminado de manera sobresaliente sus estudios universitarios. ¿Qué actitud es la opuesta cuando el orgullo se utiliza mal? Sin duda alguna, cuando se actúa con humildad y modestia.
A veces es justamente el orgullo por éxitos o logros del pasado, el que nos inhibe a dar un paso hacia un nuevo proyecto en nuestra vida, porque lo consideramos arriesgado. La experiencia es la que en cierto sentido nos orienta en cuanto a cuál es la dosis de riesgo que podemos asumir. El orgullo es el que nos mueve sentimientos contrarios y nos impone ciertas barreras sobre lo que consideramos posible o no de realizar.
Cuando todos estos sentimientos encontrados nos hacen dudar, tenemos que “tirar” de la razón, porque el sentido crítico y analítico que subyace en nuestro hemisferio izquierdo del cerebro, funciona de manera casi algorítmica aceptando o desechando acciones, que, aunque no nos gusten o parezcan inadecuadas, prevalecerá el sentido común.
Finalmente entra un cuarto elemento en juego: el corazón. Respetará el buen criterio y la elección que nuestra inteligencia esté adoptando, aunque la flexibilizará para que al hacer lo que hagamos o decir lo que debamos decir, sea de manera suave, más humana y dotada de una buena dosis de sentimientos. Y así en todo este enjambre de mente y emociones se condicionan y determinan los actos de los hombres y mujeres. Es lo que configura nuestra esencia humana.
Los seres humanos somos un cúmulo de sentimientos que afloran de los millones de átomos que constituyen nuestra materia. Como decía Carl Sagan “somos polvo de estrellas que venimos de las estrellas”. ¿Somos más materia que inteligencia? O, por contrario, ¿más espíritu y emociones que materia?
A tenor de lo que ha sido capaz nuestra especie humana de salir de las cavernas y hoy descubrir nuevos sistemas solares y planetas en el cosmos, definitivamente la mente y el espíritu han vencido. Pero no nos engañemos: justamente son los sentimientos negativos y emociones contrarias a la buena convivencia, las que construyen muros para separar y no menos importante, someter y dominar.
Pero los muros en todo caso, deben servirnos no para mantener a la gente fuera, sino para ver a quién le importa lo suficiente como para romperlos. Y para ello se requiere más que fuerza física, una poderosa convicción que subyace en el interior, en nuestra propia alma y que puede derribar los más duros obstáculos. Sin sentimientos ni corazón, por más inteligencia y buen criterio que tengamos, no hay humanidad.
La diferencia entre la pobreza material y la de espíritu, es que la primera es una injusticia social y la segunda un estado de la mente.
La autora estadounidense Marianne Williamson (1952) afirma que “el amor es con lo que nacemos. El miedo es lo que hemos aprendido a lo largo de nuestra vida. Nuestro viaje espiritual para superarnos debería tener por objetivo desaprender el miedo y aceptar el amor de nuevo en nuestros corazones”.
Pero ante tantos puentes que cruzar y muros que derribar, hay que dejar que nuestros sueños sean más grandes que nuestros miedos. Que las acciones que emprendamos se escuchen más fuertes que nuestras palabras. Por aquello de que “obra son amores y no buenas razones”, no cabe duda que también en ello, prevalece una altísima cuota de emociones, sentimientos, o sea el corazón a tope, combinado con el trabajo sincero, honesto y entregado que realizamos cada día.
La lección a aprender es que ante la fuerza moral no hay arma que pueda destruirla. Tampoco puede ser destruida una idea cuando le ha llegado su tiempo para que finalmente cobre cuerpo, por ejemplo “La Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano (Déclaration des droits de l'homme et du citoyen), aprobada por la Asamblea Nacional Constituyente francesa el 26 de agosto de 1789, cuyo impacto es de tal magnitud, que no es una exageración decir que hoy estamos viviendo una explosión de derechos humanos y consciencia vital, que arranca cuando en Francia se levanta la barrera de la Edad Moderna y entramos de lleno en la Edad Contemporánea.
Estamos viviendo tiempos convulsos y difíciles. En los que se confunden a menudo, sólo para citar un hecho, ciertas libertades de expresión con violación a la dignidad humana. Pretender torcer la realidad con la palabra no es dañino como las bombas, pero a medio y largo plazo tiene un poderoso poder destructivo.
Ya lo decía Bertrand Russell, que “la guerra no determina quién tiene la razón…sino quién queda en pie”, en clara alusión a que, ante la dinámica de la destrucción, antes o después las sociedades se levantarán y tendrán que volver a construir puentes y derribar muros. Así ha sido siempre y así seguirá siendo.
Y entonces, habremos ganado también a nivel individual batallas que psicológicamente nos harán sentir mejor: controlaremos el orgullo para no equivocarnos en lo que es posible o imposible; aplicaremos la experiencia para dosificar mejor los riesgos que asumamos; aplicaremos el sentido común y el buen criterio pero con una razón que entienda más apropiadamente las emociones y sentimientos; en todo momento, siempre será el corazón el que nos ofrecerá nuevas oportunidades, porque seguirá siendo aquel por el cual se diga que “el corazón tiene razones que la razón no entiende”.