OPINIóN
Actualizado 06/11/2024 10:05:02
Fermín González

"El objetivo de la educación es la virtud y el deseo de comvertirse en un buen ciudadano" (Platon)

"La educación es el arma más poderosa que pueden usar para cambiar el mundo" (Nelson Mandela)

Si aceptamos que un fin de la educación de un niño es inculcarle una sólida responsabilidad ética, quizá alguien piense que la mejor forma de lograrlo es molerlo a palos cada vez que cometa una falta, pero no es posible refutar a priori semejante barbaridad. Teóricamente, podría haber seres humanos que respondieran positivamente a dicha educación y terminaran siendo unos adultos equilibrados y agradecidos del trato recibido. El hecho de que en la práctica no sea así, y que tal sistema sólo puede llevar a formar adultos traumatizados y trastornados, es algo que sólo puede concluirse a posteriori por el conocimiento de la psicología humana, y no es la intención argumentar aquí sobre cuestiones psicológicas empíricas.

Consideremos en primer lugar el caso de la tutela de un niño mentalmente sano, es decir, un niño que, si no sucede ningún imprevisto, puede convertirse en una persona adulta con plena capacidad mental. Como ya hemos dicho, tutelar a un niño es, por definición, imponer nuestra voluntad sobre él, de tal modo que, cuando sea una persona, apruebe las decisiones que hemos tomado en su nombre. De este fin general se pueden deducir cuatro fines particulares inherentes en el concepto de tutela de un niño. Los tres primeros constituyen lo que podemos llamar su educación:

En primer lugar: El fin de que acabe realmente convertido en una persona, es decir, de inculcarle la voluntad de entenderse racionalmente con las demás personas. Los tutores tienen esta responsabilidad, no sólo ante el niño (o, mejor dicho, ante la persona que ha de llegar a ser), sino también ante las demás personas con las que el niño habrá de relacionarse. Hacer que, quien podría haber acabado siendo una persona acabe convertido en un delincuente es un perjuicio objetivo, si no para el propio tutelado (que podría acabar satisfecho con su condición), sí para la sociedad a la que pertenece.

En segundo: -El fin de prepararlo adecuadamente, en la medida de lo posible, para enfrentarse al mundo de forma autosuficiente (sin aceptar ya la tutela de nadie). Es obvio que si una persona se da cuenta de que tiene ciertas limitaciones a la hora de ganarse la vida y que podrían haberse evitado con una mejor educación, tendrá motivos para pedir cuentas a sus tutores de por qué no se preocuparon de ello cuando era el momento.

En tercer lugar: -El fin de prepararlo psicológicamente para ser feliz en la vida. Nada impide que alguien sea una persona de excelente voluntad, que tenga la inteligencia y la habilidad necesaria para vivir descansadamente y que, al mismo tiempo, presente desequilibrios emocionales que le impidan ser feliz. Esto no tiene por qué ser imputable necesariamente a haber recibido una educación deficiente, pero, no es menos cierto que el adoptar una actitud positiva ante la vida es algo que, al menos en parte, puede aprenderse mediante una educación adecuada. Por consiguiente, en la medida en que pueda establecerse que una determinada decisión o estrategia general de un tutor pueda contribuir a favor o en contra de la futura felicidad del niño, lo que exige su responsabilidad es optar por lo primero. (Por la propia definición de "felicidad", una persona preferirá estar en condiciones de ser feliz que no estarlo.) Aunque discutir sobre ello sería entrar en una cuestión psicológica, no está de más apuntar que preparar a un niño para ser feliz no es necesariamente lo mismo que asegurarse de que es feliz, sobre todo si le estamos proporcionando una felicidad artificial que no podrá conservar cuando tenga que valerse por sí mismo.

Y, por último: -El fin de conservarlo y protegerlo mientras no esté en condiciones de ocuparse de ello por sí mismo. La conservación y protección del niño es una condición necesaria para que su educación sea posible y tenga un sentido. Notemos que no es lo mismo: dar de comer a un niño es conservarlo, pero no educarlo.

Naturalmente, la parte más complicada a la hora de llevar adelante estos fines es determinar cómo hacerlo concretamente. Aquellos aspectos de la tutela de un menor sobre los que no cabe una duda razonable en cuanto a si son adecuados o inadecuados pueden —y deben— ser objeto de una legislación oportuna. Las leyes de protección de menores se fundamentan "retroactivamente": los menores no están en condiciones de acordar un sistema legal que los proteja, pero cuando lleguen a adultos aprobarán la existencia de las leyes que los han protegido durante su infancia, si es que éstas son justas —y en eso, precisamente, consiste en esencia su justicia—. Además de esto tenemos el interés social de que los menores lleguen a adultos en condiciones de integrarse debidamente en la sociedad, lo cual depende esencialmente de que hayan recibido una tutela adecuada. El aspecto más polémico de la educación es la capacidad que tiene el educador de "modelar" la personalidad del niño. Un educador que conozca bien "el oficio" puede lograr que sus tutelados salgan beatos, fascistas, ecologistas, rebeldes, conformistas o cualquier cosa que se proponga, con un alto margen de probabilidad. Así pues, la protección de los menores es una cuestión sobre la que el Estado tiene derecho a intervenir para exigir ciertas garantías. ¡¡¡O eso creo tú!!!. Continuará.

Fermín González, salamancartvaldia.es, blog taurinerías

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