OPINIóN
Actualizado 05/11/2024 16:21:45
Enrique Arias Vega

Son varios los analistas que han afirmado que España es un Estado fallido al ver los desastres causados por la trágica DANA en Valencia y las vacilaciones y el descontrol en paliar sus horribles consecuencias.

En cualquier caso, son verdad las contradicciones entre unos y otros, incluso en la hora de dar la alerta sobre las inundaciones y si debía o no el Gobierno llevar la iniciativa desplegando a nivel máximo el Ejército y declarar el estado de emergencia o dejar que fuese la Generalitat la que se lo pidiese y asumiese así todas las responsabilidades de la tragedia.

No han pasado, como se, ve muchos días en que las diferentes autoridades concernidas han acabado pasándose unas a otras el balón y, como dice el refrán, unos por otros la casa sin barrer. Con la diferencia horrible, esta vez, que estamos hablando de vidas humanas y pérdidas materiales incalculables. Hay que pensar, además, que si no fuese por la ayuda de los voluntarios las consecuencias de la catástrofe podrían aun ser mayores.

El resultado de todo este desaguisado lo vimos el domingo en la reacción airada de los ciudadanos de Paiporta ante la visita de los máximos responsables políticos a un pueblo diezmado y dolorido, en medio de una devastación sin precedentes. La peor parte de esta rebeldía social recayó en quienes menos la merecían, es decir, el Jefe del Estado y su esposa, sin competencias en la solución del ingente drama causado por los resultados de la meteorología. En cualquier caso, eso demuestra el poco aprecio de los afectados por un Estado que no ha sabido estar a la altura de las circunstancias.

La imagen de un Estado fallido es, pues, innegable y a ella ha contribuido la difusión en la prensa internacional del ataque a nuestras autoridades y la minimización del consuelo ofrecido por nuestros reyes a los vecinos indignados.

Por eso, por las trágicas consecuencias de la DANA y la inoperancia de la Administración en ir resolviéndolas en tiempo y forma es preciso reformar urgente y profundamente el funcionamiento del aparato del Estado para convertirlo en algo eficaz y evitar que situaciones tan dolorosamente trágicas se repitan. Ésa, y no otra, sería la auténtica y única constatación de que no nos encontramos ante un Estado fallido.

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