OPINIóN
Actualizado 02/11/2024 09:36:25
Juan Ángel Torres Rechy

La sensación de leer no solo el capítulo, sino también (o más bien) el tiempo invertido en su captura, me provocaba un sentimiento casi físico, extraño.

Ayer viernes 1 de noviembre de 2024, como todos los viernes desde el inicio del semestre de otoño, en la universidad, me encontraba de vuelta en casa, después de haber dado clases. Estaba en Nanjing, una ciudad del este de China. Llevaba viviendo ahí más de un año.
Esa tarde no se diferenciaba en nada a las tardes anteriores. En casa, en el buzón, tenía la publicidad habitual, los recibos del agua y la luz, unos volantes, una hoja de otoño, incluso, que había caído ahí. Los abuelos regresaban con los nietos a sus hogares, después de recogerlos en las escuelas. La gente andaba en las bicicletas de uso compartido amarillas, verdes, azules.
Como era mi costumbre las tardes del viernes, acudí a un café. Me senté en la misma mesa de siempre. Pedí mi café. Saqué de la mochila las tareas de los estudiantes y les eché un vistazo. A continuación, las guardé y permanecí, simplemente, sentado frente a la ventana.
En el correo electrónico tenía el envío de la transcripción de un capítulo del libro Despacio el mundo, de Ramón Andrés. Abrí el mensaje en el teléfono. Comencé a leer. Mi amigo tenía interés en saber mi opinión sobre algunas cosas de la relatividad del tiempo. Al cabo de un momento, después de tres o cuatro páginas, no pude continuar leyendo. La sensación de leer no solo el capítulo, sino también (o más bien) el tiempo invertido en su captura, me provocaba un sentimiento casi físico, extraño.
La tarde se había nublado. El café reproducía una música que no sabría cómo llamar (desconozco la ciencia de la música), era algo como un jazz que desembocaba en un rock sin nada especial. Puse atención en las nubes. Parecía que no llovería. El teléfono tampoco daba lluvia.
Pedí otro café. Tenía tiempo suficiente, no había quedado con nadie para la cena. Era viernes, además. No debía preparar ninguna clase para el día siguiente. Eran las 5:18 p. m., lo recuerdo bien. En la calle, nadie llevaba paraguas. Una motocicleta, no obstante, a lo lejos, al final de la avenida, cruzó con lo que parecía un impermeable rosa.
Guardé el teléfono. No recuerdo si le dije al barista que la nueva mezcla me resultaba más aromática. En ese instante, sucedió. Llegó el motociclista y me extendió la carta. Antes de poder preguntarle quién era, o cómo había dado conmigo, se marchó. La carta no tenía ningún remitente. Solo portaba un sello, con unos caracteres que desconocía. Volteé hacia el barista con la intención de preguntarle qué era, pero descarté la idea de inmediato. Tenía la mirada fija en el teléfono y me respondería, probablemente, cualquier cosa.
Bebí lo que quedaba de la taza y salí a la calle. Quería conservar en secreto el contenido. Había leído el primer párrafo. Sin dificultad, me permitía intuir lo que diría el resto de la carta. El primer párrafo, según lo recuerdo, decía lo siguiente. No he querido abrir la carta de nuevo para copiarlo. «Mañana viernes 1 de noviembre de 2024, como todos los viernes desde el inicio del semestre de otoño, en la universidad, te encontrarás de vuelta en casa, después de haber dado clases. Estarás en Nanjing, esa ciudad del este de China, donde llevarás más de un año. La tarde no se diferenciará en nada a las tardes anteriores. En casa, en el buzón, tendrás la publicidad habitual, los recibos del agua y la luz, unos volantes, una hoja de otoño, además, que habrá caído ahí.»
De regreso a casa, después de leer el primer párrafo, me causaba vértigo la posibilidad de confirmar que alguien más, acaso sin conocerme, hubiera escrito también que yo dejaría la carta encima de los recibos del agua y la luz, para restarle importancia.
torres_rechy@hotmail.com

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