“ (…) And the rocket’s red glare, the bombs bursting in air,
gave proof through the night that our flag was still there…”.
Fragmento de la letra del himno de los Estados Unidos de América.
En solo unos días se despejará la incógnita de qué persona será designada Presidente/a de los Estados Unidos de América tras las elecciones del 5 de noviembre. Como cada cuatro años, los largos meses del complejo proceso electoral estadounidense, se convierten en carnaza periodística, en combustible de tertulias televisivas y radiofónicas y, aparentemente, en un enfrentamiento entre dos personas, en una cada vez más exagerada celebración de la mercadotecnia, la imaginería electoralista y la consciente reducción de la política al personalismo y hasta al caudillismo.
Como sucede en otros países del llamado Occidente, algunos con democracias consolidadas y robustas y otros, como España, en proceso de aprendizaje, de superación de rémoras dictatoriales, de adaptación y de inmersión en las formas y modos democráticos, los publicitados enfrentamientos electorales entre los dos partidos hegemónicos (casi siempre entre las diferentes instancias de un fascismo heredero de autoritarismos varios y de la reacción que viste de conservadurismo la desigualdad y el clasismo, frente a una suerte de socialdemocracia heredera de aquellas democracias cristianas de corte libertario en su discurso e indisolublemente unidas a las reglas del capitalismo), son similares a los que se dan en los Estados Unidos. El enfrentamiento electoral entre Donald Trump y Kamala Harris, no hacen sino reeditar la mala opereta del combate cuerpo a cuerpo entre dos personas que no son sino la cara visible de dos partidos políticos de similares formas de gobernar y gestionar lo público, tan parecidas entre sí que las diferencias en las tribunas y los mítines electorales, no son más que un combustible mediático destinado, so capa de subrayar las diferencias, a ocultar los parecidos.
Sucede en las democracias europeas (y están siendo contagiadas -véase Argentina- las hasta anteayer más auténticas democracias sudamericanas), que la pertenencia de los grandes partidos que finalmente se disputan el poder al amplio espectro del capitalismo y el llamado liberalismo, hace que el sistema de gestión y gobierno de cualquiera de las dos grandes fuerzas políticas que gane las elecciones y gobierne, sea de tal similitud que sólo se diferencie en cuatro estériles cambios legislativos, puro auxilio social o mera redistribución de impuestos, ninguno de los cuales afecta a las estructuras políticas ni a las dinámicas sociales que permiten la desigualdad y la injusticia.
Se sabe que en Estados Unidos, gane Harris o Trump, no se darán diferencias sustanciales en la política general del país, ni interna ni externa, salvo variaciones cosméticas, en una potencia como Estados Unidos de América, impulsor principal de los sesgos neoliberales de las democracias europeas, crisol de la más intolerante religiosidad y dictador perpetuo de las políticas armamentistas, económicas y energéticas en gran parte del mundo, así como señalador de los enemigos y creador de las causas “justas”.
Trump, como su adversaria Harris, como el actual primer ministro inglés Starmer o su antecesor y rival político Sunak, igual que Scholz o Merkel en Alemania, los franceses Hollande o Macron, Draghi o Meloni y Sánchez y Rajoy, son representantes de un sistema social y económico estructurado en torno a las más caras recetas del capitalismo más salvaje. Un sistema asentado en la aporofobia de disfraz piadoso de las llamadas clases medias y apuntalado por instituciones copadas de miserables y subrepticios intereses; argumentado, justificado y definido por la existencia y permanencia de problemas de desigualdad cuya gravedad e insolubilidad (integración de la inmigración, desempleo, sanidad, educación, vivienda, clasismo estructural) dan argumentos a sus tan parecidos programas electorales, que necesitan la injusticia para invocar una y otra vez (en vano) su antónimo.