OPINIóN
Actualizado 30/10/2024 08:49:51
Juan Antonio Mateos Pérez

El misterio del amor es más profundo que el misterio de la muerte.

OSCAR WILDE

La muerte es una vida vivida. La vida es una muerte que viene.

JORGE LUIS BORGES

La filosofía es una meditación de la muerte

ERASMO DE ROTTERDAM

En el Día de los Fieles Difuntos conmemoramos a nuestros muertos, los encomendamos a la misericordia de Dios, con la esperanza de la resurrección. En las fiestas de todos los Santos y la de los Difuntos al día siguiente, se deben entender desde la trilogía del amor, la muerte y la vida. Hablar desde nuestro presente de esos novissimis que proyectan al futuro, pero no olvidan el presente y el pasado lleno de sentido, se nos invita a vivir con esperanza, de manera individual y colectiva. Desde esa esperanza, no vivimos en un suspenso existencial, sino en un futuro preñado de sentido y de vida.

En el Día de los Santos se honra a los innumerables santos que no están incluidos en el calendario litúrgico, aquellos que ya han alcanzado el cielo y que interceden por todos los vivos en una misteriosa comunión. Los santos son compañeros e intercesores. Santos en el cielo y, al mismo tiempo, se recuerda que todos los bautizados están llamados a la plenitud del amor y la santidad. Todos podemos estar habitados por el Dios de la vida. Verdaderamente sólo Dios es santo, pero desde su amor podemos llegar a la santidad en la cotidianidad de la existencia, no por nuestro esfuerzo, sino por su bondad.

Más allá de nuestra presencia religiosa, viviendo el amor y dando testimonio allí donde nos encontremos, en la vida de todos los días y desde la humildad personal, podemos ser luz y santidad. En lo más profundo de nuestro ser podemos encontrar una semilla de resurrección que ya está en nosotros. El Dios de Jesús no es un Dios de muertos, pone vida donde nosotros ponemos oscuridad y limitación.

Rezar por los difuntos cristianos, familiares y amigos viene de lejos, ya lo hacían los judíos en el Antiguo Testamento. Los primeros cristianos veneraban a sus difuntos, posiblemente no de forma muy diferente a los judíos, de forma piadosa, ya que los cuerpos pertenecen a Dios y un día han de resucitar. Tan pronto como un cristiano había exhalado el último aliento, sus parientes más cercanos, le cerraban los ojos y la boca con sus propias manos y después se lavaba el cuerpo. Así consta en los sacramentarios hasta el siglo X. Posteriormente se embalsamaba y se cubría con aromas y perfumes. Por último, el cuerpo se colocaba en un ataúd rodeado de luces. Las plañideras romanas, se sustituyeron por el rezo de cantos y salmos, se rociaba el ataúd con agua bendita, recordando su bautismo y se pronunciaban unas palabras de elogio del difunto.

En los primeros años del siglo VII, el Papa Bonifacio IV (608 – 615), convierte el Panteón de Agripa en Iglesia, consagrando el edificio en el año 610, en honor de la Madre de Dios y de todos los Santos Mártires. Un siglo después, el Papa Gregorio IV (827 -844), traslada la fiesta al 1 de noviembre para toda la Iglesia universal, que unos años más tarde se convierte en el aniversario de todos los santos (natale omnium sanctorum).

En un principio contó con una vigilia “la víspera de todos los Santos” (Inglés: Hallowe en, contracción de All Hallows Evening (Hallowe’en)). y, desde el Papa Sixto en el siglo XV, se celebraba una octava la semana después de la fiesta. Tanto la vigilia como la octava desaparecerán en el año 1955. Con lo que el Hallowe’en en actual, nada tiene que ver con las vísperas cristianas de todos los Santos, es una fiesta celta que se llevó a América por los irlandeses y que ahora quiere extenderse por todo el mundo, aprovechando el imperialismo comercial que vende todo, anticipando el negocio navideño.

Orar, vivir y pensar la muerte, no ha sido nunca una novedad, se ha integrado tradicionalmente en la cotidianidad de la vida, era la culminación de la existencia. En otras épocas, la línea entre la vida y la muerte era fina y delgada: epidemias, guerras, crisis de subsistencia. Sin perder las ganas de vivir, el individuo se preparaba para el buen morir, despreciando todo tipo de banalidades. Así nos lo recordaba el Salmo: “Hazme saber, Yahveh, mi fin, y cuál es la medida de mis días, para que sepa yo cuán frágil soy” (Salmo 39, 5). El “tiempo de la muerte” acompañaba al individuo desde la cuna a la tumba, así lo reflejaba Quevedo en su poema: “En el hoy y mañana y ayer junto/ a pañales y mortaja, y ha quedado/ presentes sucesiones de difunto”.

La pregunta por su totalidad, por ese “plus” que no es, que no ha llegado, nos abre a la temporalidad de la existencia, pero desplaza al individuo de su ser en el mundo. La muerte es inevitable, cuando empiezas a vivir, ya estamos lo suficientemente mayores para morir. Así la muerte no es sólo un fenómeno biológico, también ontológico o existencial, un modo de ser y poder ser. El hombre no sólo está atormentado por el dolor y la extinción, sino por el miedo a no ser.

Orar, vivir y pensar la muerte nos abre al sentido de la existencia y compartir la alegría con los que no están, ya que nuestro anhelo va más allá, transciende el mundo. Ahora, como en Pascua, recordamos la muerte de Jesús, proclamando su resurrección y pidiendo que venga a nosotros. El cristiano no muere solo, muere con Jesús, aunque el morir físico no pueda ser vencido, pero sí el miedo y el absurdo, con la confianza que esa muerte es vencida. Ya que la única muerte verdadera se dio en Él, como entrega de la vida, como perderse a sí mismo. La resurrección es el no radical a la violencia, la degradación, la humillación y a cualquier fuerza y mecanismo que nos lleva a la muerte. Necesitamos alumbrar nuevas luces en nuestras conciencias que nos abra el camino en medio de nuestros conflictos y contradicciones, contagiarnos apasionadamente del amor de Dios y llenarnos de vida.

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