Tiene la casa de la infancia los platos de todas las comidas y los manteles de todos los encuentros, y uno halla en la caja de botones de la madre hacendosa, el recuento de los zurcidos del corazón, el retrato de los ausentes que pesan en el aire que se queda quieto cuando todos se van y el dueño no ha tenido fuerzas para cerrar la puerta.
En el vasar de la memoria que evoca en su delicado breviario de lo sagrado el poeta y etnógrafo José Luis Puerto, un plato con sus dibujos y sus laberintos de talavera nos llevan a la contemplación del niño que tenía todo el tiempo del mundo para contar enseres. El costurero que era de la abuela, lata pintada con olor a hilos enredados, el jabón en forma de flor que dejó a un lado su aroma de las grandes ocasiones como ese Maderas de Oriente al que olían los lóbulos de la madre en tiempo de bodas, con su zarcillo de perlas chicas en las orejas, dispuesta a salir, envuelta en su vestido nuevo, el padre de corbata y zapatos lustrados.
Los zapatos guardan la forma del pie que ya no entra en él porque los quietos están quietos en la quietud de la casa caliente. Un zapato con el que te tropiezas y pide su sitio, su espacio que reitera el paso de su dueño. Las cosas nos recuerdan que somos finitos, y se empeñan, tenaces, en recordarnos la falta. Y no nos queda de otra que inclinarnos a apartarlos del camino. Hay que saber soltar, hay que soltar con mimo, con cuidado, guardar, dejar que los objetos impongan la ausencia.
En la tinajina del corazón que relleno para la memoria de mi propia hija, caben viajes, caben imanes de una nevera llena, caben recuerdos traídos de mapas lejanos. Y que ella teja su propio tejido de recuerdos, que hile en el telar propio los restos de los objetos que fue metiendo entre el barro del que estamos hechas, la madre memoriosa, la madre enamorada de un alfar del que salen redondas, vientres plenos, las tinajas extremeñas de su tiempo de profesora peripatética. Y es ese barro pulido por las manos amigas el que acaricio mientras pienso en hornos donde volvemos polvo lo que amamos, y amamos mientras los objetos se empeñan en hacernos tropezar, paso que pasa.
Charo Alonso.
Fotografía: Fernando Sánchez Gómez.