No es fácil imaginar un nutrido grupo de fotógrafos y cámaras esperando la llegada del primer tren de prisioneros a Dachau, el primer campo de concentración hitleriano abierto en 1933, porque no hubo ninguna expectación pública y los nazis se ocuparon de que no se diera publicidad a aquella abyecta indignidad. Tampoco hubo cámaras ni fotografías en las múltiples llegadas de los trenes llenos de presos y detenidos forzados a Buchenwald, Mauthausen, Ravensbrueck o Auschwitz. El interés político hitleriano procuró mantener oculta la existencia de esos campos de la muerte, e incluso en su derrota, las fuerzas nazis destruyeron cuantas pruebas pudieron de su existencia.
Hoy, sin embargo, una nube de fotógrafos e informadores aguarda públicamente la llegada de los primeros inmigrantes y refugiados que van a ser internados en el campo de concentración de Gjadër, en Albania, o en el campo de Shengjin, auspiciados por el gobierno fascista italiano y alabados y en proyecto de ser imitados por la mayoría de los países europeos, con felicitaciones por parte de gobiernos y partidos políticos, como los de derecha y ultraderecha españoles.
La mezquindad ética y la amoralidad humana que subyace en la creación de estos campos para internar personas llegadas a Europa irregularmente, sin delito alguno y despojadas de todos sus derechos humanos, nos pone en el mismo nivel que los fascismos más despreciables, con el añadido de la exhibición de una falta total de adecuación o respeto a las ampulosas declaraciones en el frontispicio de una Europa que, temblona y amedrentada, incapaz y torpe, ya solo utiliza la fuerza bruta, el soborno, el chantaje y las murallas (y los campos de concentración) para enfrentar un fenómeno de gran calado humano que está cambiando las formas de vida occidentales, la llegada de un número creciente de personas huyendo del hambre, las guerras y la represión, y que requiere mucha más inteligencia política y sensibilidad social que la que hoy exhiben unos dirigentes europeos cuya incapacidad raya en lo criminal.
Desde el soborno a países como Turquía y otros para que retengan, expulsen o encierren (nos quiten de encima, en realidad) a quienes pretendan llegar a la gorda Europa del desprecio, hasta esta vergüenza inacabable de la creación en países extracomunitarios como Albania de campos de concentración al modo del indigno Guantánamo o el escalofriante Treblinka, la historia del egoísmo y la xenofobia está escribiendo hoy sus más lamentables páginas en nuestro continente, con unos representantes de la ciudadanía incapaces de mirar a los ojos a los necesitados, a los vulnerables; páginas deudoras y herederas del colonialismo homicida que Europa practicó con África, Asia y América durante siglos, del robo institucionalizado de naciones enteras y del racismo, exterminio y sojuzgamiento de gentes, pueblos y culturas, con el posterior abandono en la miseria de esos mismos países desde donde ahora parten hambrientos y perseguidos sus jóvenes y sus niños, desesperados y con todavía un débil rayo de esperanza y las manos abiertas hacia una Europa sin abrazos, sin ojos para mirarles pero exhibiendo sus más altos muros de desprecio y pavoneándose de las más altas cotas de desvergüenza.
La confesada intención de sus promotores, de que esos campos de internamiento, una vez saturados y convertidos en lugares invivibles por inhumanas condiciones de hacinamiento, sirvan además de elemento disuasorio para quienes alberguen la intención de aventurarse intentando llegar a Europa, es otra, una más, de las lacerantes vergüenzas que se exhiben frente a la emigración.
Pero como para ‘absolvernos’, o tal vez para buscar ante el espejo el resto de humanidad que ya no nos queda, en las ‘normas’ de creación de los campos de concentración que está creando Italia y crearán otros países europeos para que se pudran, se agoten o se mueran los inmigrantes, se escriben insultos en forma de disposición, escupitajos disfrazados de cautelas y desprecios cual si fuesen derechos, cuando se afirma que “ciudadanos de Bangladés, Túnez, Egipto o Libia no podrán ser internados” o que “no podrán ser trasladados a los campos mujeres, menores, enfermos ni personas vulnerables”. Es la burla después del desprecio, una especie de recochineo institucional, un desdén homicida y un eructo innoble de perversión del lenguaje, ya que el número de inmigrantes de esos países citados es ínfimo en relación con el total de los que llegan, y que todas las personas que llegan pretendiendo una vida mejor, o al menos una vida en Europa, y que arriban en pateras, en cayucos a través de un mar homicida, TODAS sin excepción y por su propia naturaleza y situación, son tan vulnerables como indignos sus carceleros.