OPINIóN
Actualizado 12/10/2024 09:22:59
Juan Ángel Torres Rechy

En Toral de los Guzmanes, la poética baja de lo alto, con los pájaros; baja, igual que en Salamanca, con un oro que no respalda ninguna moneda.

El oficio del escritor no está hecho para el relato de cosas simples. No vale decir, por ejemplo, “Toral de los Guzmanes es un municipio y villa de la comunidad autónoma de Castilla y León.” “Tiene una población de medio millar de habitantes.” “Su alcalde es D. Miguel Ángel Fernández Martínez.” Este tipo de cosas, en la escritura, se hacen simplemente abriendo una página de internet y copiando la información.
La responsabilidad que cae sobre los hombros (o el papel) del escritor apunta a otro orden de ideas. Pretende adentrarse en un misterio más hondo, que acaso se aprecie en momentos de lucidez con o sin la ayuda de una bebida espirituosa. En Toral de los Guzmanes, provincia de León, se ha celebrado año con año un encuentro de poesía coordinado por Alfredo Pérez Alencart (Salamanca, España), desde hace más de tres lustros.
En Toral de los Guzmanes, los pájaros no son solamente aves hechas para el vuelo. Sus plumas aladas no solo elevan sus picos y petos a una altura donde nosotros los seres humanos no alcanzamos. Su alimento no es el mismo que nosotros les servimos en los patios de nuestros domicilios, cuando el día rompe tras la primera claridad del alba. Los pájaros de Toral de los Guzmanes, en cambio, continúan sirviendo de intermediaros entre el cielo y la tierra, como lo eran en el principio, al modo de las tortugas del I Ching, cuyos caparazones recibieron la escritura del arcano.
Para las y los artistas de las distintas disciplinas de las musas, lo anterior no encierra ningún misterio: cualquier alma atemperada a ese modo, como la de Francisco Toledo (artista plástico) o Elena Poniatowska (escritora) en México, o la de Irene Vallejo (todos la conocemos) en España, esas almas pueden pulsar las notas de los acordes celestiales referidos. Por consiguiente, lo que diremos aquí no tiene por destinatario a esas personas; en cambio, se dirige a nosotros, que deseamos saber qué es el arte, qué es la poesía, por qué Toral de los Guzmanes ha recibido la bendición de esos pájaros.
Un instrumento con que fue labrado el universo en la piedra de la eternidad expansiva fue el movimiento; y con el movimiento, fue labrado igualmente con el retorno. Como seres humanos, en lugar de dirigirnos siempre a un más allá, imposible de encontrar en el pasado, la hechura de nuestro ADN nos conduce, por otra parte, a un movimiento en espiral, a una curva con cierto peralte, que al modo de un búmeran nos conduce de nuevo al punto de partida.
En otros términos, esto lo apreciamos con la diferencia entre el ser humano y el robot de la inteligencia artificial. Mientras que la persona, mediante la iteración con la praxis de la materialidad histórica del día a día, se apropia de manera genética del entorno (lo asimila y lo une a su propia esencia, o sustancia), la inteligencia artificial solo computa un número no infinito de datos y los estructura con base en modelos lógico-formales (no orgánicos, como los de los seres vivos). La mujer y el hombre, por lo tanto, no pueden no recordar con la suma completa de su vida lo experimentado, no pueden no volver a todo de nuevo.
Las niñas de los ojos, debajo de las cejas y arriba de la nariz, o sea, en el rostro humano, se asoman al exterior desde el alma. Esta alma, como lo aprendimos cuando cursamos nuestras horas de Mino Bergamo, tiene vasos comunicantes con el alma de la creación entera (la poesía también lo ha dicho de una forma menos filosófica). Lo que se asoma por la mirada, por lo tanto, comunica algo así como unos espíritus que tocan e impregnan lo mirado; esa mirada, decimos, viene de una fuente cuyo origen todavía no se ha ubicado en ningún mapa, hasta donde sabemos.
En Toral de los Guzmanes, como en Salamanca, el cielo custodia un sueño hispánico universal. La vocación poética característica de algunos de sus habitantes los conduce a una corriente alterna, los desplaza (o los devuelve) a otra ladera del lenguaje, donde aprecian cosas que nosotros no podemos referir. Esa liturgia de la alquimia de la palabra solo les corresponde a ellos, autores iniciados en una orden letraherida cuyos votos nosotros ignoramos.
En esa vía, o escalera, de papel, los corazones han pasado el proceso de purificación de una herrería espiritual desconocida. La voz se ha hecho canto; el canto, silencio; el silencio, creación. Sus erratas y sus ripios (más frecuentes los segundos que las primeras), como los vaticinios de las sibilas, no les pertenecen del todo: llegan, en cambio, de otro lugar, de otro tiempo. En Toral de los Guzmanes, la poética baja de lo alto, con los pájaros; baja, igual que en Salamanca, con un oro que no respalda ninguna moneda.
El retorno a lo vivido lo antecede la sombra de la gratitud. Volver, como lo dicen Carlos Gardel en Argentina, Pedro Almodóvar en España, Yu Bang en China, Julio Iglesias (tío de unas personas conocidas) en España de nuevo, etc., volver, decimos, representa un acto encarnado en la costumbre penosa de la existencia que es el vivir. Por consiguiente, a nuestro retorno a Toral de los Guzmanes, en el formato de una columna de nuestro periódico leído diariamente, Salamanca RTV al día, resulta fecundo nuestro sentimiento de gratitud por todos los dones abrevados de sus botijos maravillosos.
El oficio de escritor lo alimentamos al resplandor de las chimeneas, al cabo de las cenas donde nunca faltaron el pan y el vino. El mundo, a la oscuridad de los conceptos referidos por los vates, apenas comenzábamos a deletrearlo, con un abecedario balbuciente, parco, que no iba más allá de luz, sonido, penumbra. No sabíamos nada de lo que, de forma paralela, otros iniciados en México abrevaban de Frazer, Graves, Beristáin y María Moliner. En Salamanca, esto también lo encontramos en la luminosa cátedra matutina de José Amador.
Los autores de Toral de los Guzmanes, sin buscar ninguna ganancia, derrochaban sus epifanías a diestra y siniestra, ofrecían sus revelaciones a manos llenas. Su enriquecimiento lo cifraban en la pérdida; la pérdida la hacían más llevadera con la compañía de sus cónyuges. El mundo retirado de Virgilio, pastoral y heroico, volcado en hexámetros dactílicos, en Toral renacía bajo otro metro diferente, más rodado al uso y la costumbre española.
La geografía espiritual castellana, así como otras geografías que por falta de batería en el ordenador no abordamos ahora, difícilmente puede comunicarse, sin echar mano del vasto repertorio bio-bibliográfico de su configuración telúrica. Bástenos hacer mención por el momento de lugares como la Sierra de Francia, las Batuecas, Morille, o por qué no, de pueblos como Goterrandura y Fontiveros, Ávila, donde según hemos escuchado hubo en su tiempo (y seguro los hay aún) autores que no terminamos de entender a ciencia cierta.
torres_rechy@hotmail.com

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