En la mesa donde escribo tengo un juguete chino, Hulu. Tiene la forma de una calabaza. Su tamaño no supera el de la palma de la mano. La gente lo manipula cuando lo juega. Lo frota, lo pule, lo desgasta. Con el tiempo, el Hulu cobra un color más intenso, más resplandeciente. Se torna bello. El mío me lo regaló un amigo. Este tipo de cosas, que implican el contacto físico afectivo, terminan por comunicar, por absorber, nuestra esencia. Las cosas cobran vida con los años
Por más que seamos las personas de los títulos académicos y los reconocimientos públicos, nunca dejaremos de estar por debajo de nuestros mayores. La razón, un asunto de tiempo: mientras nosotros todavía vamos allá a la distancia, los mayores, desde la distancia, alcanzada años atrás, ahora regresan al punto de partida donde estamos y observan todo desde ese ángulo único que da la perspectiva. Ellos ven nuestro camino adelante, rumbo al lugar que han dejado atrás. Ven nuestras espaldas. Ven si nos dirigimos a un precipicio. Miran si enderezamos el camino y volvemos a una senda más estable. Contemplan nuestra subida al Monte Carmelo del siglo XVI castellano, donde el silencio sigue siendo el mismo de siempre: infinito y eterno.
Pasando a otro tema, hablando en castellano, nos preguntamos qué es la literatura, si no un metadiscurso de la vida. Qué otra cosa puede ser, si no consiste en la capacidad de reflexionar sobre el mundo que tenemos delante de los ojos, callado en la pintura del lenguaje. No se escribe de la nada, como todos sabemos, pues la nada no proporciona el estímulo intelectual para llevar a la pluma el conjunto de razonamientos encarnados en el alma con el paso de la vida cotidiana. No se escribe desde la nada (menos desde la de Goethe en su estudio del color, pues la suya equivale a un negro donde palpita el todo en potencia y en acto).
Mienten, por lo tanto, quienes dicen haber escrito algo que no conocen. La condición previa para la puesta en mancha de la tinta de la página exige el previo contacto con la realidad (la fe, en estos términos, carece de volumen). Pongamos por ejemplo un caso, si alguien echa en falta el tacto con el agua, nunca podrá, por más neuronas y estrellas que tenga, desplazarse en nado por la superficie de ese elemento acostumbrado a la condescendencia.
En otros términos, podríamos añadir lo siguiente. La Antigüedad debe su existencia al lenguaje. Las palabras la crean a su modo. El puente del verbo remonta su trayecto a un pasado difuso, encumbrado a la altura de la vista, para examinarlo y sentenciar de manera ¿objetiva? cómo fue, cómo sigue siendo, cómo será, incluso. Mediante esa plataforma de las ruinas del pasado, observamos a Gerardo y Francisco Petrarca escalar el monte Ventoso, Francia, en una condición humana letraherida que por el momento no desarrollaremos aquí. En sus diálogos, abordaban la materia de los griegos y latinos, de otras literaturas no leídas aún por nosotros, etc., y dejaban para el siglo XXI, ¿sin saberlo?, un campo fértil para el cultivo de seminarios y proyectos.
La literatura congela en un curso estático la comedia humana y los episodios nacionales que —como la educación sentimental de los autores de Madame Bovary y del Quijote—, nos instruyen una pedagogía que todavía no terminamos por comprender. Nos resistimos a mirar con detenimiento el lienzo, el tapiz, de esos escenarios que no alcanzan a ser los espejos de príncipes y plebeyos para los que fueron diseñados. La letra esculpe en el sonido una obra que nuestros ojos palpan con la memoria y el entendimiento, y la reconocen como propia.
Para escribir, se necesita estar dentro y fuera de la vida. Las cosas creadas con la palabra tienen un lugar en el espacio de la realidad. El alma impregna con su sustancia la sustancia del alma de las cosas y le comunica su vida. Pablo Neruda, según recordamos sus versos, lo dijo años atrás. Ernesto Cardenal, en el libro citado la columna pasada, Canto cósmico, también lo dejó asentado en letra de molde. A su modo, Poe en cuentos como “El corazón delator”, lo señaló asimismo.
La masa de los hechos reacciona a nuestras circunstancias. No existe ninguna brecha entre ambos lugares. Nada resulta ajeno o indiferente a lo otro. Sin hablar de ningún animismo anterior a Robert Graves, ni de nada allá por una Bagdad del mundo islámico hoy pasado por cuchillo sin que el mundo consiga hacer nada para remediarlo; sin tocar estos asuntos de la historia cultural de la humanidad, como es el caso del animismo citado, nosotros aquí no abogamos por un alma independiente en cada objeto de las cosas, sino por la comunicación de esa alma manando del ser humano a la materia. Esto, lo repetimos una vez más, solo se consigue con el tiempo. En el espectáculo de marionetas Bunraku, de Japón, los artesanos de la realidad deben cursar estudios por más de 20 años para finalmente conseguir el papel de intérprete en el escenario.
Lo que diré a continuación, los catedráticos de lengua francesa lo calificarán de sacrilegio. Arthur Rimbaud nunca pudo quitarse de encima sus 20 años, en términos de la construcción de una obra mayor, por la sencilla razón de que nunca escribió con más edad. El hastío de su vida-literatura, similar en algunos pasajes al de Baudelaire, tiene destellos sobrenaturales, prodigiosos, arde con una llama inapreciable, pero se consuma y desaparece. Nos muestra la (li)cencia de una vida prófuga de su destino, nos conduce de la mano al borde del precipicio de la última morada del infierno, lo explica todo con una ciencia virgiliana, mas solo cuenta con 20 octubres en el cómputo de sus desgastadas efemérides. No llega a los 36 aniversarios gloriosos de un Garcilaso de la Vega o un Jorge Manrique, quienes impartieron sendas cátedras que hoy por hoy continuamos glosando en nuestros libros de arena.
Ulises viene de regreso a nuestra Ítaca, cuando el vecino Telémaco parte en su búsqueda desde otro puerto de Palos. Los mayores, por esto, siempre llevan un palmo de ventaja. (No) son las tortugas de la paradoja de Zenón en la carrera contra Aquiles. Los mayores, bien afeitados y perfumados, o con su barba bien espesa y el ceño severo, comportan una especie de divinidad exenta de erratas y estrambotes retorcidos. Por eso, en otro orden de cosas —nos permitimos agregar—, los mayores deben cuidar su investidura, para estar a la altura de las circunstancias, y no caer en el ridículo de querer hacer cosas que (tampoco) le corresponden a los jóvenes. (No agregaremos nada de la literatura satírica, de Erasmo de Róterdam, de Séneca, de Confucio, para no abrumar a nuestro cansado lector.)
Cuando yo escribo, nunca me río. Nunca imagino a las personas reales de quienes extraigo, de forma abstracta, el contenido de las vivencias. Para mí, la literatura no representa ninguna diversión. No la cultivo como si cuidara un jardín hermoso de Suzhou o Yangzhou, podando con diligencia y esmero los arbustos, barriendo de forma desinteresada, en el silencio del amanecer, los pabellones al pie de los estanques de peces rojos, donde por la mañana irán los niños con sus padres a perder el tiempo ahí, de un modo bello e impagable.
Cuando escribo, en cambio, adopto un aire grave, de persona importante. Tecleo en el ordenador y miro la pantalla de soslayo, casi con desprecio a las letras imperfectas. Suena el timbre del teléfono y no contesto. Llaman a la puerta de la casa, me asomo por una rendija de la ventana y no abro la puerta. Le saco lustre a mis zapatos y veo el destello del charol al impacto del rayo de luz. Después, me asomo a mirar qué he escrito, mientras trituro en el bol de la cocina el picadillo que cocinaré con unas albóndigas. Le doy un sorbo a la copa de vino. Me asomo otra vez por la ventana, para mirar si continúan llamando a la puerta.
Mi ángel de la guarda me cubre las espaldas. Mira cómo avanzo bamboleándome. Me detiene para que no me salga del camino. Me da palmadas en las pompas y las rodillas, para sacudirme la tierra y el polvo. Aprueba con un gesto divino mi mano alzada, apuntando con el dedo índice la silueta de mis padres, que mucho han tenido que padecer para que su hijo, finalmente, se diera cuenta de las cosas que importan. Todo esto llega con los años. La belleza requiere de tiempo para manifestarse con su palabra sin lenguaje ni poesía.
En la mesa donde escribo tengo un juguete chino, Hulu. Tiene la forma de una calabaza. Su tamaño no supera el de la palma de la mano. La gente lo manipula cuando lo juega. Lo frota, lo pule, lo desgasta. Con el tiempo, el Hulu cobra un color más intenso, más resplandeciente. Se torna bello. El mío me lo regaló un amigo. Este tipo de cosas, que implican el contacto físico afectivo, terminan por comunicar, por absorber, nuestra esencia. Las cosas cobran vida con los años.
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