OPINIóN
Actualizado 03/10/2024 07:58:59
Álvaro Maguiño

La mochila prácticamente vacía que cargo cada día pesa más en el camino de vuelta. El conocimiento no ocupa lugar, pero me subyuga la espalda al subir las calles, me hace cuestionar el plan urbanístico y me recuerda que cada día que pase, mis zapatillas estarán más maltrechas. Porque pesa la calle conocida, la mirada esquiva y el pronóstico de horas ofuscadas. Y me fijo en la horizontalidad de cada edificio, pensando que su macicez es burda y antiestética, una auténtica burla para los viandantes, tan pesada que tumba.

Una de las sensaciones más repetidas en la Historia del Arte es aquella que provoca la arquitectura basándose en sus volúmenes. Hablamos de que el gótico religioso más prototípico—esto es, el ficticio—, al tender a la verticalidad, genera un espacio ligero ideal para hablar del alma ascendente en búsqueda de Dios. Y lo contraponemos con un edificio funcionalista de pureza rectilínea, que usa la horizontal como el que habla en su lengua nativa, y sentimos que el mundo tiene una dirección definida, fácil de abarcar a pesar de su peso, una decisión correcta. En algunos edificios renacentistas, el espacio respira con la quietud de un cuerpo que ya no puede ser reanimado, con estertores rotos por las risas de unos visitantes del s. XXI que saben de gramática, retórica, dialéctica, música, astrología, geometría, aunque no tanto de aritmética. Quizás se ríen porque el edificio no pesa en sí mismo, sino por lo que contiene. O porque el retrato de Felipe II es ridículamente insulso. Sea como fuere, el peso de la vieja Europa está en las paredes. Estando mi gran amiga y yo en la Biblioteca de San Lorenzo de El Escorial apreciamos la sacralidad de una estrella cadente. Con cada detalle que veíamos, olvidábamos el anterior, pasando de puntillas y sin rendir homenaje a ningún Habsburgo. Poco afectados por la leyenda, muy afectados por una broma carente de sentido, que no significante. Nada que pesara más allá de un post-it fosforito donde luce un reticente “ROMANCE” y que nos hace recordar que nuestro himno nacional es el del corazón roto. La pesadumbre no la encontramos en el canto de cisne exaltado por los patrióticos más desnortados, sino en los viandantes. Aquellos, los que pasan por el camino, que tienen el dolor por bandera y que no forman parte del relato, son los verdaderos habitantes de una nación suplicante. Por eso los edificios verdaderamente ligeros no son aquellos que tienden al infinito y a la diafanidad, sino los que aman más a su contenido que a su continente. Sin atender a las líneas ni al aire que transite por ellos.

Yergo mi espalda como acto de rebeldía. Ante la pesadez de la calle, miro hacia delante por si acaso frente a mí pasan los edificios más ligeros que he habitado.

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