OPINIóN
Actualizado 25/09/2024 08:28:16
Raúl Izquierdo

La guerra es tan antigua como la propia humanidad. De hecho, no podemos entender la historia sin hacer referencia a múltiples batallas, asedios y luchas, de todos los colores, tiempos y lugares. Aunque nos parezca mentira, disfrutamos ahora en algunos sitios del mundo del mayor período de no guerra, aunque la tensión esté ahí. Pero en otros sitios del planeta, la guerra está presente. Muchos conflictos tienen su origen en afrentas históricas, en la codicia por el dinero, los recursos o los territorios, en la venganza o en la necesidad de estar por encima del otro. Además, las guerras son un buen negocio para los que venden armas o trafican con ellas (muchos países de nuestra Europa civilizada que firman tratados de paz y a la vez venden tanques y aviones para que otros los usen),, pero la mayoría de las consecuencias de una guerra son desastrosas, porque se destruyen hogares y ciudades, se rompen familias y comunidades, se hiere o se mata a muchos seres humanos y sobre todo, se roba a la esperanza a naciones y a personas. La huella de la guerra queda marcada en el corazón de quien la vive durante mucho tiempo. A mis abuelos, que participaron en la guerra civil, siempre les quedó una herida en el recuerdo. Todos pierden en una guerra, aunque unos digan que ganan.

Al final, la guerra es el fracaso del diálogo y la empatía, de la visión del bien común y de la propia humanidad y es una de las cosas que nos recuerda que somos más animales que racionales. El ser humano, hecho para crear, acaba siendo destructor, capaz de los gestos más generosos, llenos de amor, entrega y servicio, pero también de las acciones más ruines y miserables. La guerra nos aleja de la utopía, y nos convierte en peones de intereses de algunos. A veces la “patria” o la “bandera” han sido usados para el sacrificio de carne en los campos de batalla, sin miramientos. Miles, millones de soldados, de mujeres, de niños. Un horror. Un desastre. Ya es el colmo tener que luchar por la paz con la guerra, ya es el colmo ahogar la tierra con sangre y no empaparla de agua, trabajo y semillas.

Pero no pensemos que la guerra es solo un asunto de algunos países, porque todos hacemos la guerra algunas veces en escala menor. Es verdad que las bombas y las balas pueden matar, pero también las palabras de crítica atroz que salen por nuestra boca, sin misericordia, sólo por desahogo, o por revancha contra alguien. Hay palabras que destruyen y matan también o por lo menos, producen un dolor agudo que hiere la confianza o la autoestima como una daga afilada. Dentro de nuestras familias también puede haber situaciones de guerra, y se combate con las armas del reproche, la indiferencia o las malas críticas. Entonces ya no somos capaces de escucharnos ni de mirarnos a los ojos, y ya no reconocemos en el otro o la otra más que como un enemigo, que por supuesto, tiene que ser exterminado.

Por eso hoy, quiero hacer un alegato por la paz. Por la paz en todo el mundo y por la paz en nuestros entornos. Por los pueblos que sufren la violencia en forma de bombas y metralla, y por las personas que sufren ataques y desprecio. Creamos más en las posibilidades de la paz, pero seamos conscientes que nosotros mismos también podemos crear o alimentar guerras. Casi nos tienen convencidos de que las guerras son inevitables. No seamos autocomplacientes pensando que la guerra es de otros países, y que menos mal que a mí no me ha tocado. Yo cuando veo imágenes en televisión me horrorizo y me entra rabia y tristeza. La guerra nunca puede ser justa, ni santa, ni inevitable.

Loas a los héroes y heroínas que hacen de su vida un canto a la paz, que buscan el diálogo, que escuchan de forma activa, que construyen y proponen. Loas a los y las que se ponen en el lugar del otro, y que expresan lo que sienten sin atacar. Loas a los héroes y heroínas que tratan de vivir la alegría aún en medio de dificultades, que dan su tiempo, que creen en algo más allá de comer, dormir e ir al baño cada día.

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