Una mentira puede recorrer el mundo antes de que la verdad tenga las botas puestas. Creo que lo dijo el escritor británico Terry Pratchett, pero este hombre falleció en 2015 así que hoy podríamos actualizar sus palabras diciendo que Una mentira puede recorrer el mundo antes de que la verdad haya pensado si quiera en comprarse las botas.
Muchos dicen que Internet y las redes sociales han democratizado la difusión y el acceso a todo tipo de contenidos. La pregunta es ¿estamos mejor informados, somos más libres para tomar decisiones? En mi opinión, para un importante porcentaje de personas, la respuesta es NO. Porque en esta época de eso que llaman posverdad, como afirmaba George Orwell, decir la verdad es casi un acto revolucionario.
Este término de ‘posverdad’ se dice que lo comenzaron a acuñar en 1992 los periodistas estadounidenses. Eran los años del escándalo del Watergate, de la guerra de Irak y el comienzo de la en los Balcanes, de los graves disturbios en Los Ángeles por la brutalidad policial, del intento de golpe de estado de Hugo Chaves en Venezuela, del hundimiento del petrolero Katina en Mozambique con 60.000 toneladas de petróleo, del cruento golpe militar en Sierra Leona… La prensa quería denunciar el hecho de que los ciudadanos pareciera que nos hubiéramos acostumbrados a la violencia y a convivir con las mentiras de todo tipo, sin ser conscientes de que se nos ocultaban hechos relevantes para poder formarnos una opinión veraz sobre que estaba sucediendo.
Las medias verdades y las falsedades se iban apoderando de los espacios informativos, los fabricadores y contagiadores de mentiras cobraban protagonismo favorecidos por las facilidades ofrecidas por las nuevas tecnologías (por ejemplo, la inteligencia artificial) para manipular la información y sobre todo por la rapidez con que las redes sociales difundían las noticias haciéndolas virales o trending topic (tendencia) en cuestión de segundos. La verdad estaba siendo superada y por eso hablan de una posverdad.
En todo el mundo cada segundo se publican 6.000 tweets, 740.000 mensajes de WhatsApp y 694 posts de Instagram, de entre ellos muchos contienen falsedades que van calando en la opinión pública pudiendo llegar a alterar gravemente la convivencia social lo que puede llegar a desestabilizar los sistemas democráticos al polarizar posturas e ideologías sobre temas de gran trascendencias como la confianza en las instituciones, la justicia social, el racismo, la violencia de género, la inmigración, los derechos fundamentales… Las mentiras han existido siempre, lo novedoso hoy es su enorme y rápido impacto, junto a la dificultad de identificarlas.
En mi opinión hay tres tipos de peligrosos contagiadores de mentiras. El primer grupo estaría formado por aquello que creen verdadero sólo aquello que se corresponde con lo que quieren ver, escuchar o leer para reforzar sus opiniones. El segundo, por aquellos inconscientes o ignorantes (una amplia mayoría) que simplemente reenvían lo que reciben a sus grupos de sus redes si entrar en si es o no cierto, quizás porque resulta original o gracioso. Y el último, sería el formado por aquellos que de forma consciente e intencionada crean y propagan falsedades.
A los del primer grupo habría que informarles de que podrían estar afectados por algún peligroso sesgo[1]. Los principales son el de confirmación (ignorar las evidencias y buscas información que respalde tus creencias preexistentes valorando más la información exterior), de disponibilidad (se quedan con la primera información que reciben sin más), de anclaje (se aferran a una idea inicial y no consideran otras opciones o uno de los más importantes, el de familiaridad (ignorar las evidencias y buscas siempre la información que apoya sus propias creencias). Y por último tenemos del sesgo de grupo (seguir la opinión de aquellas personas del colectivo al que queremos o creemos pertenecer ignorando cualquier otra información contraria). Estos sesgos suelen ser ignorados por nosotros mismos, pero los contagiadores de mentiras los conocen muy bien.
En el segundo caso, en mi opinión, habría que facilitarles una alfabetización digital para que aprendieran tanto a manejar y valorar adecuadamente las nuevas tecnologías como a ser conscientes de su responsabilidad en las posibles repercusiones de sus insensatos actos, haciendo especial hincapié en los más jóvenes porque de ellos es el futuro.
Y por supuesto para aquellos que deliberadamente crean y contagian mentidas el rechazo social y el castigo que corresponda dentro de una legislación consensuada y adaptada a la gravedad de cada caso.
Resulta paradójico que en estos tiempos en que confiamos más que nunca en la ciencia porque confiamos en que su verdad está justificada por la investigación y la experimentación, nos dejemos llevar por otras falsas verdades que no nos tomamos la molestica de verificar mínimamente, alimentado así un caos de posverdad que pretende dominarlo todo, lo que supone enormes riesgos.
Tal vez tuviera razón el filósofo alemán Friedrich Nietzsche al afirmar que la verdad ya ni siquiera existe, es una ilusión o error útil, una falsedad que sirve a la supervivencia de la especie.
[1] Un sesgo cognitivo es una interpretación errónea y sistemática de la información disponible que ejerce una gran influencia en la manera de procesar nuestros pensamientos, emitir nuestros juicios y tomar nuestras decisiones.