Estoy fascinado por el recuerdo, por ese patrón memorístico que hace de flagrante espejo, de subyugante fogonazo. Por esa especie de vivencia inexistente y rectificada, continuamente optimizada, semejante a la visión a través del cristal de pavés. Hablo del recuerdo como una ventana que difumina las formas para preservar lo esencial, como la luz, y que cristaliza los visillos. Mantiene las distancias, hace de los espacios algo ininteligible. Inasibles. Recuerdos como patosos hologramas que trastabillaron en el minuto más cotidiano de la semana y lo arruinaron.
Uno de los triunfos de la asociación recuerdo y objeto—con su consecuente explotación consumista— es el souvenir. Así, afrancesado. Un objeto para recordar un lugar, aunar lo inherente del espacio y la experiencia del viaje en un pequeño relicario. De pequeño conocí antes el significado “turístico” de esta voz francesa que su traducción a mi idioma, lo cual puedo entender en el peor de los sentidos como una victoria depredadora del marketing por encima del lenguaje. Souvenir significa “recordar”, no como aquello que pasa dos veces por el corazón, sino como una aparición espontánea en la memoria. Como una señal divina.
Los souvenirs se presentan en diversas formas. Pasan de la barata postal, la viajera parca en palabras, aunque rica en imagen, a las camisetas más coloristas y kitsch. Yo soy de los imanes. Los imanes de nevera son el sumario de la vida. Me he aficionado a ellos, dejándome llevar por el afán de la nostalgia impostada, y ahora lleno el gris industrial de la nevera con pequeñas visiones lejanas. Como si eso la vivificase o, peor, la volviera un collage de experiencias. Testimonios de ese museo de la capital donde solo me preguntaba cuánto quedaba para el final. También los hay regalados, pues los pedí pensando en aquella canción pegajosa que dice “nunca me regalas imanes de nevera y eso que has viajado por toda la esfera”. Porque sabía que acabarían convirtiéndose en perfectos señuelos para una tarde de domingo, cuando me haría adicto al filtro de la nostalgia. Las tardes de domingo donde todo es medido, añorado o pisado, pero nunca cuestionado. Y soy ese imán que compré en Valencia y espero regalar como prueba de que yo no quiero recordar el lugar, sino a la persona a la que se lo daré. Esa pieza cerámica industrial de bajo precio que lucirá sin pena ni orgullo en una nevera extraña. Con la promesa de que je me souviendrai, que seré ese pequeño recipiente únicamente capaz de recordar. Solo para orlar y recordar.
El souvenir es un objeto de culto a la memoria. Extraño devocionario partícipe de la tríada de presencia-presentación-representación. El lejano espectro sentimental de un continuo ausente que se fue de viaje y únicamente te dejó un imán. No será colocado.