OPINIóN
Actualizado 02/09/2024 09:40:07
Charo Alonso

Saben los escultores y los pintores de arte mural de la intemperie de la calle y sus inclemencias, del vandalismo y de los pájaros que se posan y dejan su pátina sobre el bronce vaciado con esfuerzo, la piedra tallada, la pintura desplegada en un muro que se cuartea como piel anciana. Saben de las cicatrices del tiempo y de la memoria de un arte nacido para la mirada que pasa, para el paseante que se sienta, para la lluvia que lava y el operario que registra la lista del corazón de nuestro arte urbano.

Tiene la calle habitantes callados: quien pide limosna, la farola, la jardinera rebosante si hay cuidado, la verja que separa dulcemente la calle de la calzada… y la exquisita, la maravillosa escultura con o sin peana, a ras de suelo al quite de los pasos o subida en su estrado de importancia. La escultura como un elemento más de la calle por la que vive la ciudad, nuestro sistema circulatorio siempre en movimiento, el ruido que nos mece, el tiempo que se deja sentir sobre la cabeza, la forma, aquello que salió del taller con la esperanza de ser de todos, regalo para el museo democrático que es la calle. Y forman parte de nuestro paisaje cotidiano, de nuestros recuerdos, de los niños que se suben, los quietos que se sientan, los enamorados que a su lado se besan. La estatua, quieta e impertérrita, es un testigo de ojos ciegos, de presencia densa. Es parte de nuestro cotidiano horizonte de los días, su movimiento nos pasa desapercibido y después, nos deja con el hueco del corazón, desnortados, desorientada la mirada que no la encuentra. Y nos preguntamos dónde quedó su constancia prieta, dónde fue, quién se la llevaría a la intempestiva hora en la que la calle está vacía y solo los barrenderos son testigos de los que vuelven del trabajo nocturno o de la fiesta.

Sale la estatua a restaurar lo roto, a ser limpiada, reubicada o, lamentablemente, retirada, arrancada de la acera. Y nos deja solos, pensando en lo que queda, tratando de zurcir ese desgarro, preguntándonos quién decide por ellas. Y mientras la buscamos como perros sin árbol se produce el milagro y nos regresa. Y pensamos en la necesidad de las estatuas, en su constancia diaria, en su peso que sí pesa.

Charo Alonso. Fotografía: Fernando Sánchez Gómez.

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