OPINIóN
Actualizado 28/08/2024 08:18:04
Juan Antonio Mateos Pérez

“Hemos desarrollado una psicología interna de la velocidad, de ahorrar tiempo y lograr la máxima eficiencia, una actitud que se refuerza todos los días”

GUY CLAXTON

“Hemos olvidado la espera de las cosas y la manera de gozar del momento cuando llegan.”

CARL HONORÉ

Nuestro mundo globalizado y tecnológico ofrece muchas posibilidades de comunicación y de encuentro personal, pero crea también nuevas situaciones de riesgo. Destaco dos, el aislamiento en el enjambre digital y el desasosiego que nos produce el tiempo. Éste nos mantiene en constante actividad, provocando una insatisfacción en nuestra existencia. El desarrollo tecnológico está en muy pocas manos, estas grandes multinacionales que controlan los medios tecnológicos buscan más el beneficio que la verdad y el desarrollo comunitario.

La tecnología nos ha situado en una constante revolución digital, con ella, aparece un nuevo tipo de individuo, un nuevo morador electrónico, el homo digitalis. Mantiene su identidad privada, pero se presenta como parte del enjambre digital. Es un observador en el gran estadio tecnológico, pero trabaja por una identidad, por un perfil. No es un “nadie” dentro de la masa, es alguien penetrante, que se expone y solicita atención, es un alguien anónimo. El hombre digital, constituye una concentración sin congregación, una multitud sin interioridad, un conjunto sin alma. Se presentan en las redes como un ser aislado y solitario ante el monitor. Se caracteriza por su volatilidad, masas fugaces y solitarias que no constituyen un nosotros. No tienen una acción común para desarrollar una realidad que puedan cuestionar las relaciones de poder y construir una realidad globalizada que defienda la dignidad y los derechos de todos.

Por otro lado, está el desasosiego del individuo, empujado por una inquietud y agitación interna a la búsqueda de algo nuevo y mejor. Lo que a diario pasa a su alrededor le produce stress, lo aburre y hasta se le hace insoportable. Las sociedades industriales y opulentas, aseguradas las necesidades básicas, ajustan su pensamiento y actividad al futuro. Es un lujo de la sociedad moderna, ya que las sociedades agrarias y poco desarrolladas se ocupan de cubrir las necesidades cotidianas más inmediatas. Se nos educa desde pequeños a pensar en el futuro, aprender para la vida, se nos enseña que el tiempo es un gran valor y que conviene aprovechar. Así, el hombre moderno no se atreve a realizar cosas que no sean practicas ni provechosas, ni siquiera en su tiempo libre.

Esta idea, se ha filtrado hasta lo más profundo de la conciencia. El ser humano tiene siempre presente que hay algo que hacer. Esto le saca de sí mismo, olvidándose de lo que realmente quiere y necesita, provocando una profunda insatisfacción. La salida de esta insatisfacción es el refugio en el trabajo profesional, como forma de huir de la cotidianidad, ya que la vida laboral goza de gran estima en la sociedad. Los que no tienen la suerte de tener trabajo, o están jubilados, están mal vistos por no hacer nada, por no aprovechar el tiempo. Esto provoca en muchas personas un cuestionamiento de la propia valía, así como la capacidad de afirmación. Tienen que buscar estabilizadores de la personalidad por otro camino, para llenar ese tiempo.

La consecuencia es no tener tiempo, la persona corre de un lugar a otro de cita en cita, de trabajo en trabajo, casi sin aliento para lo esencial de la existencia. Vivimos en la era de la velocidad, nos esforzamos por ser más eficaces y eficientes, por hacer más cosas por minuto. Pero no nos hace felices. Por eso, es necesario hacer una llamada a un elogio de la lentitud, para poder recuperar el protagonismo de nuestra propia vida, y también la calma, para saborear lo esencial de la existencia. La lentitud es necesaria para establecer relaciones verdaderas y significativas con el prójimo, la cultura, el trabajo, la alimentación, con todo lo que nos rodea. Debemos de sacar del cuerpo el trabajo y recuperar el equilibrio el tiempo de silencio, volver a ese estado del corazón, a ese espacio de libertad encontrada.

El silencio es el lugar de la apertura, el hombre sale de sí mismo, de su narcisismo y de sus angustias, abriéndose al otro. El silencio, la lentitud y el equilibrio, son el necesario antídoto para el virus insidioso del éxtasis de la velocidad. Ser lento significa que uno controla los ritmos de su vida, es necesario conseguir un equilibrio entre el trabajo y la vida. Debemos redescubrir el silencio, vaciar la “memoria ram” de la prisa y el trabajo, escuchar los latidos del corazón, acallar el ruido, la publicidad, la violencia, los miedos, los desasosiegos. Dejarse habitar por esa realidad que nos trasforma, por esa sinfonía callada, que fluye como manantial sereno desde el útero materno de la lentitud. El mundo es un lugar más rico cuando hacemos sitio para diferentes velocidades (Uwe Kliem).

No todos tenemos el mismo ritmo, pero la sensación de que nos falta algo en la vida explica el anhelo de la lentitud (C. Honoré). El gran beneficio de ir más lento es que proporciona el tiempo necesario para establecer unas relaciones significativas, con el prójimo, con la cultura, con el trabajo, con la naturaleza, con nuestro cuerpo y con nuestra mente. Algunos llaman a eso vivir mejor. Otros pensamos que es también un bien espiritual. Es necesario desacelerarnos y vivir con mayor intensidad el presente. Pero también recuperar la dimensión espiritual del ser humano, intentar creer también en interioridad, pasar de entender la vida como información a entenderla como misterio y prodigio, llena de vida más allá de los datos digitales. Esa revalorización de la interioridad. El nuevo paradigma es el de la interioridad, no como un fenómeno individual e íntimo, debe atravesar todos los resortes de la vida, desde la política, el arte, la cultura o la psicología.

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