El verano se escapa entre los árboles como el perro que corre persiguiendo lo invisible, el aire que cambia de densidad, de aroma ahora un poco más fresco, más húmedo en la sequedad de las hojas que se abarquillan para mantener el agua que falta. Se va agosto sin frío en rostro con un aire de pasodoble que invita a vaciarse a los pueblos que se embriagan de fiesta para evitar la despedida. Es el tiempo que prepara la vendimia con redondeces doradas, con un otoño de marrones exquisitos, paleta de frutos granados y de futuras naranjas redondas de las que exprimir el zumo de los días de escuela.
Preparan el regreso las maletas de fauces abiertas, los toldos que se cierran, las gentes del tren que se retrasa. Y hay una nostalgia de olor a cloro, a mar, a arena entre los dedos que caerá en el piso cuando nos descalcemos del verano. Es la vuelta incluso para los que no vuelven. El regreso de los que no regresan, y mis quietos sienten, ellos en su quietud de la casa, el cambio de ambiente que precede al cambio de estación, como si viajaran en un tren lento y dulce al que me subo para decirles que los pájaros se han comido las uvas de la parra que no tapamos, que la higuera tiene promesas apretadas y que no se ha secado el pozo en este verano intenso.
Sobre la mesa del patio, duermen su sueño arrebatado las conchas del mar lejano y las piedras de otro tiempo. Nos recuerdan el viaje y la dureza de su belleza. Hay algo en ellas sólido y perfecto que me llevan a playas recorridas, a sonidos que ahora se confunden con el pitido del tren. El viaje tiene la dulzura de lo que se guarda en la maleta, en el fondo de la mochila… el recuerdo comprado, el collar de cuentas, la piedra recogida de la playa, la pequeña planta traída con sus raíces en la humedad de los pañuelos de papel y que ahora se levanta en una maceta en tierra extraña. El viaje como búsqueda de lo que ya tenemos y que nos devuelve las imágenes de un bosque por el que corre el perro suelto de un verano que parecía inacabable. El calor nos hace pensar en la eternidad del desierto, y sin embargo, es su bendita brevedad la que nos atrapa cuando llega el final de agosto, cálido aún, dispuesto a un septiembre apresurado que cada vez llega más temprano con su lista de buenos propósitos, su tarea, su manojo de lapiceros nuevos, su cuaderno limpio para escribir el curso. Y en estos días finales de hermoso tiempo, el sol, como una naranja, se deja caer sobre el horizonte cada día más temprano. Es la rutina hermosa, la constancia cabal del paso del tiempo…
Charo Alonso.
Fotografía: Fernando Sánchez Gómez.