OPINIóN
Actualizado 11/08/2024 10:24:38
Álvaro Maguiño

Tras mucho tiempo escuchando conversaciones, haciendo de la voz de otros el color de mi vida, he notado que vuelve el silencio. Hay silencio mientras echo las culpas al calor amodorrando los labios y complicando el pensamiento. Pero este silencio no debe nada al agosto, sino a la costumbre. Vuelve a haber silencio sobre el genocidio en Palestina.

Las imágenes se agolpan con violencia en la memoria, el fuego asola los rincones. El vídeo de un hombre sosteniendo el cadáver mutilado de un bebé se consumió como un simple contenido audiovisual porque el mundo se ha vuelto a callar. Mudos por comodidad consuetudinaria, se nos inculca que debemos admitir el genocidio. Y las imágenes pasan rápidamente ante nuestros ojos desensibilizados. Quizás son el continuo conocimiento o esta sociedad del espectáculo nutrida de experiencias líquidas los responsables de normalizar el horror humano. Sin embargo, veo en la construcción verbal del relato al auténtico e irónico culpable del silencio. Recordemos, las cosas se llaman por su nombre: no es un acto de defensa ni un conflicto al uso, es un genocidio y un borrado étnico. Todos estos actos se llevan a cabo con complicidad, valiéndose del cuento del lobo, de ese feroz monstruo que supuestamente muerde primero y licita la caza en el total del monte. No obstante, los relatos son relatos y si se repiten acaban justificando la masacre ante el silencio.

Así se escribe un genocidio, con la misma tinta que recorre los misiles firmados por miserables—y esto no es una metáfora, sino una realidad—, con las ruinas de hospitales como Al Shifa, de las escuelas y de las casas enteras bombardeadas. Mientras Israel masacra Palestina, con un despliegue que trasciende lo mediático, la defensa de Palestina en occidente, si no es silenciada, debe eludir las restricciones. Como si tratar de un estado bombardeado fuera un acto criminal, los actos de apoyo rozan la clandestinidad: desde discretos guiños como pines, sandías, uñas pintadas, pañuelos palestinos o vestidos que juegan con los colores hasta acampadas y manifestaciones. Claro que esto resulta llamativo e incluso irónico porque molesta más un pañuelo palestino y un peluche de sandía en Eurovisión que el constante asedio a la franja de Gaza. Pese a esto, seguimos empeñados, como sociedad, en ver las competiciones internacionales únicamente como “música” o “deporte”, cuando éstas son usadas como arma nacionalista, ya sea de manera más o menos explícita. Incluso los propios participantes pasan a ser “micro-organismos políticos” cuya participación se convierte en un remedo de arenga bélica, cargándose de ínfulas patrióticas. Porque todo acto, sobre todo aquel que está abanderado y que puede tener un himno nacional como broche de oro, es político. Los símbolos crean los relatos y los anclan a la memoria colectiva. Una medalla de oro inaugura un cantar de gesta y blanquea una nueva ofensiva; una victoria en Eurovisión con una canción antibullying, mientras el hostigamiento a Palestina—ya en 2018, porque Israel lleva violando los derechos humanos en Palestina prácticamente desde su creación— es constante, es un recuerdo valioso para la historia. Y sobre todo debe rememorarse junto a otro suceso: la marginación internacional a Rusia por la invasión a Ucrania. Supongo que realmente es una condena por no pertenecer a la banda de potencias imperialistas occidentales.

El silencio elegido también es memoria. Es cómplice porque aquello de lo que no se habla, no existe. Sin embargo, las palabras tibias y las medias tintas, así como promesas incumplidas, también colaboran en la construcción de un discurso blanqueador del genocidio. Ahí vemos a Estados Unidos con declaraciones tan temblorosas e insuficientes como su líder retirado, pidiendo ceses al fuego mientras siguen apoyando armamentísticamente a Israel. También podemos tener ejemplos más cercanos, como una declaración universitaria que utiliza el término “conflicto”, promete la ruptura de relaciones con instituciones israelíes­—mientras la situación de violencia se mantenga, ojo— y se lava las manos, respaldada por una canónica comunidad universitaria (nótese la generalización) que aplaude con las orejas el acto más mínimo como lavado de conciencia. La misma Universidad que mostró una completa solidaridad con Ucrania, un Estado invadido y bombardeado, organizando iniciativas tan nobles y necesarias como actos públicos, concentraciones por la paz, recogida de alimentos y concursos literarios, mira a otro lado mientras un grupo de estudiantes da la cara ante el silencio institucional. Una explicación sencilla a este hecho está en el quid de la cuestión que quiero señalar, el giro lingüístico: “conflicto” y “situación de violencia” son los eufemismos empleados para evitar que la boca se espine al pronunciar “genocidio”. Si no ha quedado claro todavía, el lenguaje crea pensamiento y cada vocablo impostor es un acercamiento más a tolerar debates que, aunque suenen descabellados, giran en torno a permitir la violación de presos palestinos en cárceles israelíes o la creencia de que escuelas de la ONU refugian a supuestos peligrosos terroristas. No olvidemos que en el teatro de triturar la carta de la ONU hay más verdad que intención performática. Los símbolos crean el relato. La destrucción de éstos da lugar a nuevas narrativas.

Por supuesto que un simple tweet no tiene utilidad real. Mis palabras tampoco. Pero aquello de lo que no se habla no existe. Como personas individuales queda en nuestra mano denunciar el genocidio. Y no olvidar que tenemos voz, aunque ahora estemos callados. Sobre todo no olvidemos nunca que ahora estamos callados.

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