El agua está allí, tan azul como siempre, esperando a comenzar su baile con un cuerpo que quiera sumergirse en ella, que desee ser bañado y acariciado con el líquido elemento que nos rodea.
El agua, mecida por el aire en su universo de brillos, contagiando su húmeda frialdad, ofrenda amistosa en un tórrido verano.
El agua, libre en su inmensidad sin contornos, autónoma en su vaivén, a merced de vientos y mareas, dejándose manipular por la embrujadora atracción de la luna.
Sabor a sal.
El agua, dulce, en su cubículo diseñado para largas brazadas, dibujando brillantes diseños en el fondo.
Un largo y otro largo, sin descanso.
Un viaje de pared a pared, recorrido interminable.
El brazo se alarga, la mano se desliza acariciadora sobre la superficie, el brazo se sumerge sinuoso hasta sacar el codo, el antebrazo se inclina y vuelve la mano a dar el tirón del agua, mientras los pies no dejan de batir, y el cuerpo entero ligeramente gira y se balancea en esa alternancia, dejándose mecer, bailando con el agua, convirtiéndose, en un momento, en un ser de agua.
Mercedes Sánchez