Suena el himno de Chupilandia con todo su esplendor, sus fanfarrias y trompetas, sus tambores marcando el ritmo binario, y su letra que habla de libertad, valentía en la batalla y forja de la identidad nacional. El equipo de parchís de Chupilandia está en lo más alto del pódium por primera vez en su historia, y todo el país está pendiente del momento. Las lágrimas de los deportistas recibiendo la ansiada medalla de oro es digna de foto de portada en los periódicos nacionales. Y en los locales también. Todo es gloria y honor patrio, aplausos y vítores. Chupilandia toca el cielo del Olimpo con méritos propios. Los colores de la bandera en lo más alto del mástil hacen contraste con el azul celeste intenso de una mañana de verano de agosto y después de este momento para la historia, a seguir la vida de cada día.
Ahora que han terminado las olimpiadas de París, parece que me falta algo con lo que he vivido las últimas semanas. La tele, la radio, los medios de comunicación me han tenido muy entretenido estos días me han evadido de tantas cosas que me quitan paz y sosiego. Incluso parece como si los conflictos bélicos por todo el planeta han quedado aparcados de mis preocupaciones. Claro, los conflictos han seguido, pero yo estaba a otra cosa. Y las cifras de desempleo, y las familias bajo el umbral de la pobreza, y los jóvenes que no encuentran oportunidades para trabajar e independizarse, y los problemas de la precariedad de encontrar una vivienda digna, las adiciones y la situación las personas con una enfermedad mental o una discapacidad intelectual o física. Tampoco me he acordado de las personas que viven una enfermedad incurable o curable pero que les hace sufrir, ni de las personas que tienen que emigrar o migrar aún a riesgo de su propia vida. Y tanta gente que dice que se siente sola y no sabe si merece la pena seguir viviendo así.
He estado un poco anestesiado y ahora, cuando ya no tengo el somnífero a mano, la vida me devuelva a la realidad, como un espejo que tienes delante de ti y no puedes quitar. Tengo la esperanza de que en breve, vuelva a tener buenas dosis de tranquilizantes a base de espectáculos deportivos y sociales.
Los dioses del Olimpo tienen que estar contentos con todo el orbe planetario participando en estos juegos deportivos que son el centro de atención de toda la humanidad durante varios días. El citius, altius, fortius que resume el espíritu olímpico, bien puede servir para la vida de cada día de cada ser humano, la que le ha tocado vivir a cada cual, con sus circunstancias, obstáculos y vientos en contra. La búsqueda de la excelencia en lo que cada uno emprende, debería ser una banda sonora que siempre se escuchara de fondo. Un atleta aspira a superarse y a mejorar su marca, aunque ello no siempre signifique ser merecedor de unas de las tres medallas. Los seres humanos deberíamos tener esa aspiración lejos de conformarnos con el patrocinio de la mediocridad y el mínimo esfuerzo.
Porque más allá de los espectáculos deportivos y circenses que nos duermen, las olimpiadas nos tienen que ayudar a despertarnos. La disciplina, el esfuerzo, la planificación y el trabajo en equipo no son malas compañeras de camino si se juntan con el buen humor y la ilusión. Las críticas llegarán hagas lo que hagas y lo hagas como lo hagas. Con ellas, con miedos y con fragilidades pesando en la mochila de la vida, pero sin detenerse aunque a veces haya que aminorar el paso o detenerse para beber agua o enjugarse las lágrimas.
Las olimpiadas de París han terminado y no habrá otras hasta dentro de otros cuatro años, pero las olimpiadas de la vida siguen cada día, en medio de la lluvia, el sol o el frío. El mundo sigue su curso, con sus conflictos y sus esperanzas. Y yo, tratando de ser mejor en mi carrera de obstáculos, en la regata con viento en contra, contra boxeadores que no tendrán piedad de mí o ante el riesgo de las lesiones que se repiten y que pueden empezar a ser crónicas. A veces con un arco que tiene la mira descolocada o nadando en un río contaminado. Otras veces fallando un penalti que tantas veces había metido o una canasta debajo de aro, o quedándome sin fuerzas en los últimos cien metros. Incluso puede que en alguna ocasión tenga que tragarme las lágrimas porque no conseguí lo que esperaba. Pero siempre tratando de aprender y queriendo hacerlo mejor la próxima vez.
Lo bueno es que no tengo que esperar cuatro años, porque esto es una maratón que dura toda mi existencia. Y si alguna vez subo al pódium lo celebraré y si no, lo celebraré también, porque sólo participar en esta carrera tiene su mérito. Gloria a los atletas de la vida de cada día.