Cada día se extienden más las protestas de los ciudadanos de pequeñas y grandes ciudades sobre la agresión que reciben cotidianamente del ruido que les rodea, sobre todo el proveniente de terrazas, bares, discotecas, en primer lugar y del tráfico en sus calles y de las obras públicas, en segundo lugar. Ya hay centenares de asociaciones de lucha contra el ruido, coordinadas entre ellas, para que su protesta sea más eficaz.
Y es que el ruido ambiente es un factor enormemente dañino, para la salud física y mental. Una frase del gran Shakespeare señalando el ruido como componente de la vida humana ha introducido en algunos sectores de lectores un gran malentendido; la frase del autor inglés “ La vida no es más que un cuento narrado por un idiota, lleno de ruido y furia, que nada significa” está escrita en sentido metafórico y en ella el ruido significa los sonidos sin sentido. Nada que ver con la realidad del ruido moderno de nuestras sociedades.
El ruido, los ruidos, para nuestra especie y para la mayor parte de las especies vivas ha sido y sigue siendo una señal de peligro, de alerta, de preparación para la fuga y/o para la lucha. Y así nuestros genes lo han recibido a través de miles de generaciones y siglos. Para el sujeto contemporáneo sigue teniendo el mismo contenido, aunque la señal de peligro pueda llegar atenuada por las informaciones de qué tipo de “agresor” está en las inmediaciones; la respuesta básica más primitiva, de alerta y tensión como preparación para la lucha, no se extingue. Por más que la persona sepa que los “vecinos” de la terraza o del bar de al lado no tienen intención de lucha, sino de diversión, nuestro organismo reacciona como hace miles de años: con tensión. Con dolores de cabeza, con insomnios, con subida de tensión arterial, con rigidez muscular, con agresividad o mal humor.
No parece que la pasividad de los Ayuntamientos ante tan grave problema de salud tenga ninguna explicación convincente: como primer objetivo los ayuntamientos tienen el papel de velar por el bienestar de sus ciudadanos, antes que por los intereses particulares de hosteleros, automovilistas o constructores.
Es obvio que para divertirse tomando una copa o charlando con amigos no es necesario gritar, hacer ruido; el derecho al descanso ya lo tiene la persona o grupo de personas que están tranquilamente en una terraza o bar descansando o pasando un buen rato, a no ser que esté agrediendo a los demás con ruido por encima de lo legislado. Y todo adulto es consciente de que si rompe el equilibrio del entorno insanamente, está agrediendo a los conciudadanos que habitan cerca.
Miremos a los países de nuestro alrededor, a los otros países europeos: ni los portugueses, ni los franceses, ni los belgas, ni los holandeses, etc. tienen este problema de gran contaminación acústica. Solamente los italianos muestran frecuentemente conductas similares a las nuestras.
Los demás, han admitido y aceptado que no somos los únicos en esta tierra, en nuestro barrio, en nuestra calle, en nuestro edificio.