Nuestro lector, a quien no citamos por su nombre, nos dijo haber encontrado en una columna lo que el personaje del libro prologado por Octavio Paz, don Juan Matus, refirió como un camino con corazón, único.
Nunca pensamos encontrarnos en este momento, allá en la distancia de los años, cuando pasó por nuestra mente la idea de escribir poesía. Octavio Paz, en su prólogo a Las enseñanzas de don Juan, Fondo de Cultura Económica, cita estas palabras del poeta francés Henri Michaux: “Yo comencé publicando pequeñas plaquettes de poesía. El tiro era de unos 200 ejemplares. Después subí a 2 mil y ahora he llegado a los 20 mil. La semana pasada un editor me propuso publicar mis libros en una colección que tira 100 mil ejemplares. Rehusé: lo que quiero es regresar a los 200 del principio”. A continuación, Paz comenta la cita: “La degradación de la publicidad es una de las fases de la operación que llamamos consumo. Transformadas en golosinas, las obras son literalmente deglutidas, ya que no gustadas, por lectores apresurados y distraídos”.
Para el creador (sobra decir original, verdadero), el lector no solo consiste en una persona cualquiera, cuya entidad queda absorbida por los números del mercado o los premios literarios concedidos por las amistades. No resulta fácil no encontrarse sujeto a las exigencias del consumo, para actuar en pleno uso de la libertad necesaria para el acto creador. En cierto sentido, además, el arte en sí mismo, en ocasiones, resulta un vehículo para conseguir, o llegar, al destino de esa libertad, o independencia, de espíritu. El canto de las voces más puras, si hacemos caso a la lírica castellana del Dieciséis, suena bajo, debido a la altura de su vuelo.
En la literatura, abundan los ejemplos de los personajes que se rebajan a sí mismos, debido a la conciencia de saberse poseedores de un bien impagable. Esos personajes dan un paso atrás, para recogerse en el silencio de la modestia inapreciable. Desde esa posición libre de deudas contraídas con la sociedad, el escenario de la vida cotidiana se atisba de un modo distinto, con una nitidez inusual, que deja a la vista lo que otros escritores han referido como teatro del mundo. La poesía, don supremo de la inocencia y la inteligencia infinita, discurre sus cauces por senderos no sabidos por muchos.
La poesía, paradójicamente, es la vida toda: la vida sin excepción, con sus causas y efectos, con sus misterios ajenos al discurso racional. Esa capacidad llamada poesía no deja de reclamar para sí la belleza de la creación, incluso antes de ser redactada entre los versos de una composición en prosa. Mana de una fuente remota, y suena cuando pasa de largo hacia el lugar donde se dirige. El autor desaparece. El lector lo pierde de vista, sin darse cuenta, como sucede cuando dormimos y cerramos los ojos para descansar. El encanto de la poesía solo se posa en las manos libres de plagio. No se asoma detrás de la noche, no se muestra a nadie que la busque para enriquecerse a su costa.
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Los versos se redactan con el alma,
posada con su rosa en un beso,
sencillo, inocente, sin reverso
que encuentre nada ajeno a lo que ama.
La estrofa los sujeta con su talla
medida en la hondura del misterio,
que suena con el viento en el suspenso
de aquello que esconde y escancia.
En medio, el silencio con su noche
oscura nos prepara para algo
que queda sin un nombre en la palabra.
La gracia derramada en la página
empapa con su cielo nuestro canto
sonando abundante, sin derroche.
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La generosidad impagable de nuestro destino nos ha concedido una obra modesta, que a pesar de carecer de todos los libros no publicados, no por ello ha dejado de pasar por momentos exquisitos, que pagan el sacrificio y esfuerzo de la escritura. Esto nos sucedió la semana pasada, cuando una persona nos escribió un correo electrónico para compartirnos sus experiencias de nuestra lectura. Nuestro lector, a quien no citamos por su nombre, nos dijo haber encontrado en una columna lo que el personaje del libro prologado por Octavio Paz, don Juan Matus, refirió como un camino con corazón, único.
torres_rechy@hotmail.com