No importa el resultado de ayer viernes, que no me espero a saber el veredicto de los 8.700 militantes de Esquerra Republicana de Cataluña, ya conocido cuando vean la luz estas líneas. Una ridícula cifra de votantes ha tenido la última palabra, una vez más, para tomar la decisión-llave tras una convocatoria electoral. Los partidos políticos intentan hacer ver que se trata de una medida democrática, pero pocos hechos hay tan opuestos a la democracia como proponer un programa electoral a la ciudadanía y pedir su voto, escrutarlo y después, a la luz del reparto, iniciar negociaciones entre los elegidos, sin que el programa propuesto y votado tenga mayor importancia, para finalmente someter ese acuerdo a la opinión de los militantes de los partidos negociadores, o de alguno de ellos. No ha sido la primera vez ni será la última. En todas ellas se han reído en la cara de los que tenemos derecho a voto en las elecciones pero no militamos en ningún partido.
Si de risas hablamos, aún resuena la del presidente Sánchez al referirse a la indignación expresada acerca de ese acuerdo votado ayer por su correligionario, o compañero, o como ellos prefieran llamarse, Emiliano García-Page, presidente de la comunidad autónoma de Castilla-La Mancha, la única en la que su partido gobierna con mayoría absoluta. Será difícil leer a alguno de sus correligionarios, o compañeros, o como ellos prefieran llamarse, reflexionar en voz alta sobre la soberbia presidencial (en este caso, la del que se reía). Vista desde fuera del partido pero desde dentro de España sobrecoge la hilaridad del esposo de la imputada.
Con el derecho a voz, además del toledano, otros dirigentes socialistas han hecho estos días un ejercicio de equilibrismo, a veces tajantes en la defensa de la solidaridad entre los territorios, más incisivos en el apoyo al candidato Salvador Illa del PSC, su partido hermano (es preciso recordar que el PSOE no existe en Cataluña), siempre fogosos en la culpabilización de los partidos a su derecha (esos sí existen en Cataluña, y defienden allí la Constitución). A Page y Lambán, clásicos críticos, se han sumado algunos otros que acataron la amnistía con silenciosa “caputflexión” pero ahora no lo ven del todo claro y habrán calculado que conviene mostrarse algo menos sumisos. No obstante, siguen predominando los que jalean cualquier decisión del que sobre ellos decide, sobre su sueldo como diputados o senadores, que vale mucho más que la palabra dada a sus votantes.
De estos segundos no puede esperarse un giro argumental que haga que, cuando les toque ejercer el derecho al voto, enmienden su silencio de hoy, o incluso su apoyo explícito a un acuerdo que contradice lo prometido en el programa electoral. Entre los primeros, sin embargo, por pura coherencia sería exigible que plasmaran esa razonable oposición en un voto fiel a lo defendido antes de las elecciones, antes de la votación realmente democrática, no la de los 8.700 militantes de ERC, que caben todos en un pabellón como los que acogen la esgrima, el judo o el tiro con arco en los Juegos Olímpicos.
No sería transfuguismo ni traición que esa voz con la que ahora defienden el programa con el que se presentaron a las elecciones se transformara luego en un voto que lo sostuviera frente a un acuerdo de investidura que vuelve a demostrar que el afán de poder está por encima de todo. Si, por el contrario, acataran en el voto la disciplina de sus siglas, a órdenes de su líder que cambia tanto de opinión como necesite para seguir en el cargo, su voz alzada se revelaría mero postureo. Ojalá nos den la sorpresa a los escépticos.