OPINIóN
Actualizado 26/07/2024 08:14:38
Álvaro Maguiño

Una de mis iconografías favoritas en la historia del arte es el “Noli me tangere”. Se trata de la plasmación de un pasaje bíblico en el que María Magdalena, bañando el huerto del sepulcro vacío con lágrimas, encuentra a Cristo resucitado y le confunde con un hortelano. Ante la revelación de la verdad, su primera reacción es tratar de asirlo con sus dedos, como un recuerdo que se escapa. Y Cristo responde “Noli me tangere”, que vendría a significar “no me toques”. La representación queda fijada con dos personajes en un campo abierto de mayor o menor profusión vegetal, estando la mujer deshecha de dolor en el suelo y con un rictus de sorpresa ante la aparición de un Cristo esquivo que, en ocasiones, aparece retratado a guisa de hortelano con sombrero de paja y útiles agrarios.

Ante este tipo de representaciones pienso en esa negación de la corporalidad. Cristo rechaza el tacto de María, aleja su mano marchita de su cuerpo resurrecto como si temiese quemarla o desintegrarla con su presencia. “NO TOCAR. ALTA TENSIÓN”. Y tengo en mente la acción siguiente, la de tomar a la Magdalena como mensajera, volver de su cuerpo pura palabra en la boca de la santa. Transformar sus llagas en un legado oral, porque debe entenderse así. Así lo entiende Magdalena, tratando de tocarlo con las manos, únicamente puede con su voz. Envuelve su cara con un “maestro”, con una palabra exhausta, aunque esperanzada. Toma su mano barrenada gracias a los verbos perdidos y ruinosos. Es la única manera de alcanzarlo, lo sabe. Todo lo demás es irrealizable. Prácticamente como una relación contractual, se devuelve a la palabra esa capacidad epistemológica y táctil. Puramente sensorial. Retener a una persona únicamente con el sustantivo “inútil decir más. Nombrar alcanza”, agarrarse a ella con un verbo mal empleado, con una sintaxis penosa y una pronunciación renqueante. Es el método de la poesía. En cada verso reverbera ese “noli me tangere”, ese riesgo de excomunión por olvidar la lección de que no se puede tocar. Como personas tratamos de acortar la distancia adecuada, de conquistar el centímetro a través de una conversación y unas habladurías que muestran vulnerabilidad. Y nos perdemos en un soliloquio mudo, en la búsqueda de un resquicio donde establecer la bandera y el hogar, la cotidianidad y la pertenencia. Hablamos de posesiones, de faltas e intentos solo con aquellos a cuyas vidas pertenecemos. Nos deshacemos en fútiles comentarios para asegurar nuestra estancia y reivindicar el derecho al contacto al fin de eludir el tacto. Hablar es la única opción viable cuando todo lo demás es negado.

Quizás ya no lo recordamos, ya no somos animales hechos para la comunicación. No tenemos en cuenta la advertencia de “alta tensión”; tampoco sabemos reaccionar cuando se nos restringe. Quedar de rodillas, “noli me tangere”, ni siquiera con palabras.

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