Las vacaciones tienen eso tan necesario del aburrimiento, que te ponen a contemplar cosas que nunca ves y a observarlas con pasión de entomólogo y no como lo que son: un mero entretenimiento. En estos días, incluyo en esa categoría tanto a los personajes que contemplo en la playa y sus entretenidas conversaciones (las playas con viento favorecen al cotilla con buen oído) como al fútbol, al que en otras circunstancias no le habría dedicado ni medio minuto. Tanto lo uno como lo otro son actividades que darían para varias columnas.
Y ahora me van a permitir ustedes una breve digresión. Cuando me marché a vivir fuera de España, una de las muchas cosas a las que me tuve que adaptar fue a no dar besos al saludar a desconocidos, por muy jóvenes (como yo) que fueran. En aquellas tierras de Flandes en las que comenzó mi expatriación y en la residencia de estudiantes donde fueron a dar mis huesos, nadie se daba dos besos al presentarse y todo el mundo extendía protocolariamente su mano para darse un apretón. Estamos hablando de 1989, yo venía de una España todavía muy poco abierta en eso de los usos sociales y para qué negarlo, muy machista también en esos gestos cotidianos. Con el paso de los años el apretón de manos me ha parecido utilísimo por claro, contundente y apto para todo tipo de situaciones, ya fueran laborales o de la vida diaria. Hubo que suspenderlo en la pandemia por razones obvias, y por esas mismas razones nos dimos cuenta los españoles que nos besábamos a troche y moche, incluso demasiado, hasta el punto de que cada vez que vuelvo a España, me cuesta entrar en ese tiovivo de besos en el que se convierte algo tan sencillo y breve como tomarse una caña en un bar. Por no entrar en disquisiciones higiénicas, que esa es otra.
A los de mis muchos años nos dieron más de un capón por no saludar convenientemente a las visitas, a nuestros mayores, a unas tías en tercer grado que aparecían por nuestras casas y por no dar convenientemente los buenos días y las buenas noches. Nuestros progenitores fueron un poco exagerados a veces, para qué negarlo; pero sabemos saludar, aunque no sepamos manejar la inteligencia artificial. La vida laboral ha sido (y es) larga para todos y saber saludar es parte de ella; y en esa vida laboral nos ha tocado y nos toca estrechar muchas manos que no desearíamos estrechar sino triturar, a ciertos personajes a quienes de la misma manera que les trituraríamos la mano, les arrancaríamos un ojo si no fuera porque nos han civilizado previamente al grito de “¡niña, saluda!”. Hablo, además, como saludadora frecuente de políticos, altos cargos y demás gentes de mal vivir; con varios de ellos y ellas me habría hecho un selfi si no fuera de mala educación pedirlo dentro de un contexto profesional, y a otros muchos les habría dicho cuatro cosas que no dije y les aseguro que aquello fue en su momento el mayor ejercicio de auto contención que jamás haya practicado. Por ponerles un ejemplo, les diré que la autora de Harry Potter se negó a firmarme un libro para la niña de una amiga mía argumentando prisa para ir al aeropuerto en un lugar donde no estábamos más que ella y yo…Y con todo y con eso le di las gracias y estreché su mano que no niego que se la apreté un poco más de lo debido.
Llegados a esta altura de la columna, viene el fútbol, ese espectáculo que nos da alegrías y nos hace sentirnos a todos muy españoles una vez cada cuatro o diez años. Ese fútbol que ha callado muchas bocas racistas en el último mes, aunque mucho me temo que de esas mismas bocas volverán a brotar espumarajos; ese fútbol en el que nuestros muchachos, vascos, catalanes y de más allá (de mucho más allá incluso) han sido capaces de hacer juntos lo que los demás no somos capaces en el día a día: entenderse por una buena causa, aunque solo sea la de ganar. Esos futbolistas a los que les hemos dado cancha durante un mes, a los que toda España vitorea y que se han convertido en los mejores hijos, los mejores padres y los mejores maridos; sí esos: resulta que no saben saludar. Que no saben que ponerse la camiseta de España (y encima cobrar por ello) es convertirte en blanco de muchas miradas, muchas de ellas infantiles, y que hay que saludar a todo el mundo con mínima cortesía y respeto si es lo que toca. Y luego, en tu vida privada, votas a quien quieres y te haces la cama con sábanas rojas y amarillas si es lo que te pide el cuerpo.
Señor seleccionador, parece usted un buen profesor así que para el siguiente torneo: “Niños, saludad” aunque no os guste el saludado. Cuando sean mayores se lo agradecerán.
Concha Torres