Tiene el barrio de mis padres mucho quieto y en sus horas de paseo, por la acera soportable y en los bancos que sembró el ayuntamiento sin pensar en la sombra, puedo hacer un estudio diario de sus medios de locomoción, sosegados y tranquilos, como deben serlo los días de los quietos que imagino detrás de un mirador de sueño. La máquina no da para más, y se desplazan con calma los quietos, unos apoyados en el bastón o el andador que florece en las aceras, otros con el carro de la compra poco lleno para equilibrar el peso. Esos son los quietos más inquietos, los que no requieren del brazo de los hijos o de las mujeres pacientes que acompañan a quienes apenas se sostienen y alcanzan el banco con un suspiro de cansancio. Son los acompañados, cuya charla pausada tiene ritmo de paso acompasado: el quieto, lento y salido de la rutina de la casa, el inquieto correspondiente, paciente y entre apesadumbrado –los hijos- y resignado –los acompañantes-. Llevar de paseo es una tarea compleja porque se trata de cuidar el manojo de huesos como si fuera un jarrón chino, una pieza de cristal de caderas frágiles a punto de acabar en el quirófano donde sustituyen la pieza como quien cambia un parabrisas. Los hospitales ahora son mecánica celeste por donde transitan los quietos más quietos en camas que parecen naves espaciales, sillas de donde cuelga el gotero y camillas apresuradas. Los quietos en el clínico son una mancha sobre la cama apenas levantada con cables saliendo de todo el cuerpo como si fueran a insuflarle los jóvenes sanitarios el líquido de la vida. Un pitido constante nos indica que el quieto está inquieto y que nosotros, los que nos movemos, somos los verdaderos atados a esta cama.
Pero sigo observando en las orillas de la calzada por donde pasan, raudos los coches, a los vecinos quietos. Alguno va acompañado de niños reidores, los menos, otro disfruta del sol sin la interferencia de un inquieto, capaz de ser dueño de su tiempo y de su deseo. El quieto que depende del otro es un ser a ratos resignado y a ratos enfadado no se sabe bien con qué, con su edad, con su olvido, con su carácter de quieto. Otras veces, esa quietud se recibe con sana resignación porque ya se sabe que los años no perdonan y al menos aletea la vida aunque sea en sordina y hay que agradecer el sol que calienta, la comida que aún sigue sabiendo y hasta el eco de la visita de los inquietos. Esa visita que, en ocasiones, es tan rara como la sillita del bebé, esa que en el barrio de mis padres se ha sustituido por la silla de ruedas de mi antiguo inquieto que ahora deja que busque la calle menos empinada porque no puedo ni con mis sandalias. Mi quieto está resignado a acabar un día en el suelo porque esta hija conduce mal y lleva la silla de ruedas peor, y sin embargo, me otorga la confianza de su peso. Y yo hacia adelante, temerosa, cuidadosa, devenida, por una vez, timonel de su eco.
Charo Alonso.
Fotografía: Fernando Sánchez Gómez.