OPINIóN
Actualizado 12/07/2024 07:49:34
Mercedes Sánchez

Mis abuelos vivían en Madrid y nosotros en Salamanca. Lo que más me gustaba de niña era ir a verlos. Días antes me llenaba de impaciencia y nerviosismo porque me parecía que las agujas del reloj estaban paralizadas siempre en el mismo punto y no llegaba nunca el momento de poder estar con ellos.

Aprovechábamos a visitarles cuando teníamos vacaciones en el colegio. Los viajes antes eran interminables. Mi madre se ponía muy nerviosa con los preparativos. Quería dejar, como siempre, la casa reluciente y mucha comida cocinada en el frigorífico para mi padre, que no podía venir porque tenía que trabajar. Entonces, empezaba a bajar unas maletas enormes del altillo del armario, y a llenarlas de ropa para mi hermana y para mí, cepillos de dientes y zapatos para las dos, algunos regalos para mis abuelos, y prendas para ella, y al final pesaban como el plomo.

Era una pasada oír el murmullo de gente que había en la estación, sumándose al ruido del vapor de las máquinas de tren cuyas calderas llenaban los trabajadores con paladas de carbón. Las tres subíamos emocionadas al vagón. Bueno, mi madre estaba pendiente de avisarnos de que tuviéramos cuidado de no pisar en ningún hueco, de que no perdiéramos ninguna cosa, y mi padre cogía aquel equipaje tan pesado para subirlo al tren. Cuando iba a llegar la hora, papá nos llenaba de besos y abrazos. Y después besaba a mamá. Siempre me daba tanto gusto ver cuánto se querían y cuánto se lo demostraban con caricias y miradas... Él se bajaba y estaba pendiente de nosotras desde el andén. Y mi hermana y yo, de rodillas en el asiento para llegar a la ventanilla, no dejábamos de mirarle y de decirle que le queríamos mucho mientras papá nos tiraba miles de besos.

De pronto, daban la señal de salida con una bandera roja, se oía un pitido enorme, y las ruedas empezaban a moverse y a sonar con su chu cu chu cu chú. A medida que cogía más ritmo, nosotras, ya sentadas, empezábamos a ver el campo por los cristales, cómo iban pasando deprisa los árboles y los postes de la luz, y más despacio las aguas de los ríos, y las montañas del fondo. ¡Lo único que queríamos era llegar pronto!

Siempre recordaré aquellos viajes tan largos, y las ganas de ver a mis abuelos. Cuando por fin llegábamos a Madrid, la estación era tan enorme que resultaba muy difícil distinguir a nadie, hasta que de pronto, empezábamos a decir, alborotadas: -“abuelitos, aquí, aquí…”- agitando los brazos sin parar.

Sus caras se llenaban de alegría, nuestros corazones palpitaban acelerados, y en cuanto bajábamos del tren corríamos hacia ellos, que estaban agachados con los brazos abiertos de par en par, y nos dábamos unos abrazos tan fuertes, tan fuertes, que parecía que nos íbamos a convertir en un churro largo y delgado de plastilina… Nuestros besos eran tan sonoros que llenaban de estrellitas toda la estación. Luego, ellos siempre nos decían: “¡Qué mayores estáis! ¡Cuánto habéis crecido!” Y, nosotras, presumíamos enseguida de los años que teníamos ya.

Estar con mis abuelos siempre fue un inmenso placer. Escuchar atentamente sus cuentos, conocer refranes nuevos, comer sus comidas o sus galletas, que eran diferentes a las que hacía mamá, desayunar con ellos cada mañana contándonos cientos de cosas…

Me encantaba pasear con ellos por Madrid, ir al Zoo a dar de comer a los animales y partirnos de risa con lo revoltosos que eran los monos, tocar la pata áspera y arrugada del elefante y sentir la piel tan sedosa y tersa de mi abuela, agarrarme de la mano enorme de mi abuelo, que era tan alto, y mirarle emocionada, caminando orgullosa a su lado…

Aún recuerdo el olor de su casa, con el suelo de madera, y cómo sonaban las tarimas al caminar con nuestros zapatos por el pasillo, la suavidad de sus toallas, ver el amor en sus ojos, su cariño, su dulzura, y aprender tantas cosas como nos enseñaban.

A mi hermana y a mí nos gustaban mucho los regalos que nos hacían. Abríamos los paquetes con tanta ilusión que a veces parecía que se nos iban a caer de las manos. Siempre había juguetes, libros y algo para el colegio.

Aunque no lo parezca, también estábamos algunos ratos callados. Me encantaba ver leer a mis abuelos, cada uno en su sillón, cerca del balcón lleno de tiestos. Mi hermana y yo mientras tanto, con tebeos y cuentos. Y a veces, dejaba de leer para mirarles, porque me parecía que estaba soñando y que en cualquier momento me iba a despertar.

Entonces, miraba la lámpara del salón, que tenía muchísimos colgantes alargados de cristal y cuando les daba el sol inundaban todo de brillos de arco iris, porque quería que ese rato no se acabara nunca.

Ahora, que el tiempo ha dado un salto tan grande, recuerdo cada minuto que estuve con ellos, todo lo que vivimos juntos y lo bien que lo pasamos.

Así que, cierro los ojos, y me veo allí, en su casa, con los reflejos de colores en las paredes, tocando su piel suave, dejándome abrazar por sus brazos dulces, su mirada tierna, recibiendo sus lecciones inolvidables y su infinito amor.

Mercedes Sánchez

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