Dos años largos después de la invasión rusa de Ucrania, el conflicto bélico deja muchos días de ser portada de los informativos. No solamente es debido a que la actualidad reclama nuevos focos de atención, sino que cierta fatiga por la reiteración de la situación relega el interés por el conflicto.
Lo de Ucrania es una barbaridad sin paliativos que no tiene visos de acabar. El Gobierno de Zelenski ha intentado por todos los medios que el país llevase la vida más normal posible pese a la agresión rusa, manteniendo algunas actividades deportivas y musicales y procurando que la retaguardia sufriera lo menos posible las consecuencias de la guerra. Pero ya no es posible. La conscripción de ciudadanos en edad militar es prácticamente total, mientras que por otra parte arrecian los ataques de Moscú a localidades muy alejadas del frente en un intento absoluto de intimidación.
Se está produciendo, pues, por parte de Ucrania y sus aliados una cierta fatiga ante una guerra de nunca acabar, Los países occidentales limitan, en general, su ayuda armamentística a tareas estrictamente defensivas, mientras que también ha habido demoras en la aportación militar por cierto remoloneo del Congreso de los Estados Unidos.
En cuando a la unidad de Occidente en su ayuda a los ucranianos también se han producido fisuras, como la visita del premier húngaro, Viktor Orban, al líder ruso, Vladimir Putin, donde se ha hablado de un alto el fuego sin devolución del territorio ocupado por los invasores.
Estamos, pues, ante una larga confrontación armada en la que Rusia, pese a todos los pesares, lleva la iniciativa y no tiene ninguna idea de ceder en sus pretensiones anexionistas. Es lógico, por consiguiente, cierta fatiga de unos y de otros —más de unos que de otros— por una guerra que no lleva trazas de acabar, como no sea con la mutilación de Ucrania por el empecinamiento de Rusia y el paulatino desánimo y las contradicciones de Occidente.