Hay una extraña, difusa, notoria obligación de viaje, de traslado, de llenar la retina con la imagen de lo nuevo, de un espacio obligado de visita o impulso inevitable de llegar al mar para llenarnos los ojos de agua y pasear descalzos, liberados de la ropa, o si acaso, de la vista de lo cotidiano, lo consabido. Ese mandato veraniego, esa manda estival de emigrar, poner la brújula en el más allá de nuestros horizontes de diario, el secarral de la calle donde vivimos, el paisaje del balcón al que nos asomamos.
En el espacio donde volamos, caminamos, reptamos, subimos al ingenio del viaje, nos amontonamos con aquello que necesitamos para pocos días y esperamos, confiamos en los horarios, confraternizamos. Somos una maleta llevada de un lado para otro hasta llegar al destino donde nos desparramamos para hacer nuestro el rincón deseado. Y la ciudad que visitamos, el museo lleno donde nos admiramos, el mar en el que nos mojamos, resulta tan irreal como en las fotografías, tan repleto que apenas se ve en todo el esplendor de su belleza a despecho del tiempo y los turistas. Y de nuevo el regreso nos somete a la presión de amontonarnos, de volver con un suspiro de alivio a la casa quieta donde se ha dejado sentir la calma del vacío.
Viajar ahora en estas fechas se ha convertido en un ejercicio de paciencia. Un trasiego por el mar de gentes, un apretado ingenio de conducirnos sanos y salvos al destino que se marca en un panel ininteligible. Rebosan los aeropuertos y las estaciones antaño melancólicas, el autobús repleto, el andén de las despedidas. Viajar tenía antes una cualidad nostálgica, misteriosa y mágica. Ahora nos quejamos de apreturas, de masas que se desplazan, de maletas que se pierden, de aquello que se repite en los escaparates de todas las ciudades, reiterada marca que no sabe de fronteras. Ni siquiera podemos, en ocasiones, probar las delicias de la tierra, ya las conocemos en la franquicia cercana, globalizado todo. Y nos quejamos de la falta de aliciente, privilegiados modos. Somos viajeros de lo ya sabido, sabedores de todo lo privilegiado. Y buscamos más allá de los destinos consabidos y rozamos lo absurdo de ponernos, de vacaciones, al bode del peligro, deseosos de emociones fuertes que ya no contemplan el paso de fronteras, el paisaje desconocido, la lengua que no se entiende. Viajamos quejándonos del viaje, nos desplazamos moviéndonos apenas, y en medio de esa extraña obligación de cambiar de coordenadas nos preguntamos si verdaderamente cambiamos de perspectiva, frotamos los incrédulos ojos que se preguntan si estamos en Venecia o en la calle provinciana de una ciudad pequeña que construyó el deseo de canales, ahí, inmóvil en la calle recoleta.
Charo Alonso.
Fotografía: Fernando Sánchez Gómez.