Apenas dos decenas de vecinos llenan de vida el pueblo más despoblado de la provincia de Salamanca, un rincón de historia viva y riqueza natural en plena Sierra de Quilamas
El ritmo se para. El silencio se apodera del pueblo menos poblado de la provincia de Salamanca cada mañana; cada nuevo amanecer la rutina del sosiego gana la batalla. Son las diez y media horas de un lunes y los vecinos de Cilleros de la Bastida afrontan la jornada. No hay ni un solo ruido al llegar. Sólo el ladrido de un ‘bichón maltés’ que pasea con su dueña irrumpe la paz.
Cada rincón de este municipio de la Sierra de Francia tiene su encanto. Se dice que sus orígenes se remontan a la época medieval y sus páginas se han escrito a base del sudor y la entrega de sus habitantes que han sellado su historia amparándose en las tradiciones y en el sector agrícola y ganadero. Hoy apenas queda nada de ese motor económico que fue sustento de tantas y tantas familias. En sus calles empedradas late el recuerdo de lo que fue, y se refleja la lucha por sobrevivir de quiénes deciden seguir respirando ese aire.
Y en cada paso dado allí sentimos una fusión de naturaleza y costumbres, tradición e historia, verdad y pureza. Las montañas lo arropan, y eso hace de Cilleros de la Bastida un rincón único entre la riqueza de un patrimonio natural vivo, las Quilamas.
Su pasado dice que allá por 1950 llegaron a estar censados más de 200 habitantes. Hoy solo 21 personas según el Instituto Nacional de Estadística. Censados, dos decenas de almas, residiendo, aún menos, y eso hace que este pueblo sea un remanso de paz lejos del caos y apenas a una hora de la capital.
El ruido del motor del coche hace que una persiana suene, y las cortinas de la puerta de la entrada retiradas segundos después nos permite ver a una mujer de apenas setenta años que nos mira y sonríe. Es Obdulia Asensio, y solo basta acercarnos hacia ella para que salga a saludarnos. “Bienvenidos”, dice enseguida. Saben que cuando la prensa llega es para hablar de despoblación. Ni siquiera aún nos habíamos presentado y ya sentimos esa hospitalidad que después, junto a ella y el resto de vecinos, nos acompañó durante toda la jornada.
Obdulia, según relata, vive en la que fue la casa de su abuela. Señala frente a ella otra vivienda, y recuerda que es el hogar donde creció junto a sus once hermanos y sus dos padres. Las familias de entonces que tanto merece la pena recordar. Su vida está ahí, a escasos pasos de la que habita hoy. Ama a su pueblo, y por ello, aunque durante muchos años ha vivido fuera por motivos laborales, la pandemia la trajo de nuevo a su refugio charro. “Al casarme me fui con mi marido a Madrid, ahora vivimos en Alcorcón, ahí tenemos nuestra casa, pero volvimos al pueblo cuando estalló la crisis sanitaria del Covid y nos quedamos aquí, estamos felices. Aquí viven algunos de mis hermanos, primos, y tanto mi marido como yo disfrutamos”, explica. Despierta cada día pasadas las diez, pasea, charla con los vecinos, un ‘poyo’ (banco de piedra típico de los pueblos) que nace de su puerta es el punto de encuentro en las noches de verano. Por la mañana hace las tareas de casa mientras su marido busca su hobbie en el arreglo de tierras familiares y allí pasa las horas. “El invierno es peor”, añade. Las horas se van frente a la lumbre con la televisión y la actualidad política y social que suena al fondo. Le gusta ese estilo de vida, no le importa estar lejos del bullicio. Ha encontrado su felicidad así, entre los muros que ya conocieron su infancia y presume de su pueblo orgullosa. Nos acompaña en el recorrido por Cilleros. Ella se convirtió en la anfitriona.
Apenas damos diez pasos y se frena. Nos describe quiénes son los propietarios de cada casa, todas con su estilo propio serrano. Algunas son de familiares, otras de vecinos que de lunes a viernes no están allí, pero todos se conocen. Llaman la atención los tradicionales corrales de pizarra. Belleza rural.
Subiendo la calle principal y tras un portón de madera verde doble, asoma un rostro de un hombre, curtido, reflejo de una vida de trabajo y sacrificios de quien, según nos cuenta después, ha venido al pueblo en abril y se queda hasta octubre. Así cada año. Es José Antonio Muñoz, nacido en La Bastida, y busca aquí el disfrute siete meses al año. El resto, vive en Lérida, donde tiene su domicilio habitual, y donde ha trabajado durante muchos años como guardia forestal. Su ‘corral’ se ha convertido en un taller de madera improvisado. Sus manos grandes y ásperas crean arte modesto y sus horas se pasan tallando carros en miniatura. “He hecho treinta y tres, y sólo he cobrado uno (sonríe)”. Además de la madera, su otra pasión es la escritura. Escribe un diario de lo que vive cada jornada, por lo que sus páginas son el mayor reflejo de lo que se siente allí. Nos lo cuenta. Trasmite apenado una realidad del pueblo, y es que el único bar que quedaba cerró sus puertas en la pandemia y nunca volvió a abrir. “Esa fue una pena, por problemas se llegó a eso, y es triste. Lo mismo ha pasado en muchos pueblos de la provincia. Aquí nos tenemos que conformar con un local que llamamos asociación, ahí al menos podemos juntarnos, jugar la partida y charlar, pero poca cosa más”, relata. Los negocios que se cierran y jamás vuelven a funcionar es una de las muchas tristes realidades que invaden a estos pueblos. Aún así, él reconoce que vivir allí le da “tranquilidad y plenitud”.
Siguiendo calle arriba, se llega al eje central del municipio. A la izquierda queda su pequeña iglesia que guarda la imagen de sus dos patrones: San Juan Bautista y Santa Lucía. En la parte trasera, su principal monumento: un antiguo potro de madera donde se herraba a los animales y que han querido mantener en pie como reflejo de lo que fue esa dedicación ganadera de tantos vecinos. En esa misma plazuela está el bar cerrado, ni rastro de vida. Las persianas cerradas a cal y canto y al lado, el local que abre solo por las tardes y que se ha convertido en el único punto de encuentro. Fuera de ahí, el Consistorio ha llenado el parque de máquinas biosaludables, un ‘gimnasio improvisado’ con impresionantes vistas. La belleza de lo simple.
Otra vecina de nombre Hipólita González guarda las llaves de la Iglesia, y no duda en abrirnos las puertas para que conozcamos su interior. Allí, cuenta apenada cómo el pueblo va perdiendo sus servicios más fundamentales, y denuncia otra triste realidad: el difícil acceso a los servicios básicos. “Nos tienen abandonados. Antes de la pandemia, teníamos un médico de familia que venía siempre dos veces a la semana, pero desde entonces, nos lo quitaron y no lo hemos recuperado. El centro médico más cercano está en Tamames, es el que nos corresponde, y para cualquier consulta médica tenemos que trasladarnos hasta allí, no hay derecho. El que tenga coche o familiares cerca pueden, pero no todos podemos y nos toca pagarnos un taxi. Somos ciudadanos de segunda, no tenemos los mismos derechos que las personas que viven en pueblos más grandes”, denuncia.
El resto de vecinas asienten, saben que es una realidad. Lo mismo ocurre con las misas semanales. Se tienen que conformar con una eucaristía los domingos, y no siempre está garantizada. Si no puede el cura responsable, Mikel Echezarreta, tendrán que esperar quince días pues el mismo párroco lleva también San Martín de Castañar, Sequeros, Las Casas del Conde y San Miguel de Robledo y no hay tiempo suficiente.
Tres días a la semana, un ‘supermercado portátil’ recorre el pueblo para que los vecinos que no puedan trasladarse a la ciudad puedan adquirir los productos alimenticios básicos: fruta, verdura, carne… Otra forma de vivir.
Como oferta turística, su atractivo fuerte es a un punto de interés cercano de nombre ‘Las Corchas’, un enclave ubicado a unos pocos kilómetros del pueblo y donde se pueden explorar las ruinas de antiguos corrales y restos de tejas que sugieren la presencia de un posible pueblo primitivo en tiempos pasados. La ubicación del municipio es privilegiada. Se encuentra al límite con Linares de Riofrio, Cereceda de la Sierra o Navarredonda de la Rinconada, lugares para perderse entre caminos y rutas.
Cilleros de la Bastida, el pueblo menos poblado de la provincia de Salamanca, goza de una calidez inigualable. Un pueblo único con un grupo de vecinos reducido, es cierto, pero unidos y nobles. Ricos en humanidad y en historia. Está ahí la esencia de la vida misma, la de esa España olvidada por muchos que está abocada tristemente a la desaparición.
TEXTO: MARÍA FUENTES
FOTOS: PABLO ANGULAR
VÍDEO: TONI SÁNCHEZ