OPINIóN
Actualizado 19/06/2024 07:55:44
Tomás González Blázquez

Todavía nos sale natural felicitar a los padres el día de San José. Igual que los labradores no pasan por el 15 de mayo como si el de San Isidro fuera un día más. Que no haya tanta recogida de basuras por San Martín de Porres, el 3 de noviembre, es algo comprensible. Felicitarnos entre antiguos compañeros de la facultad de Medicina, cada San Lucas el 18 de octubre, o entre colegas al llegar la fiesta de nuestra patrona, la Virgen del Perpetuo Socorro el ya cercano 27 de junio, motivo de alegría y confraternidad, más allá de las creencias particulares.

Sin embargo, si nos da por felicitar a los políticos y gobernantes en este día, el de su patrono Santo Tomás Moro, me imagino las respuestas de algunos, sosteniendo que ellos no se acogen a ningún patrocinio religioso, y mucho menos el de un mártir católico, y las de otros, esquivando etiquetas confesionales, y mucho más si son cristianas, no sea que pierdan sitio en la vacía carrera de la corrección liberal-progresista.

Lo celebren o no, allá ellos, no les vendría mal a ninguno acercarse a su pensamiento brillante, a su ironía inteligente y a su honestidad admirable. Si por Tomás Moro fuera, el santoral le haría hueco el 6 de julio, su dies natalis, el nacimiento para el Cielo, porque en esa jornada de 1535 lo decapitaron en una colina próxima a la Torre de Londres, donde llevaba preso desde el año anterior. Como su memoria se guarda junto a la de San Juan Fisher, se adelanta a este 22 de junio, la fecha en que este otro insigne cardenal dio gloria a Dios con el mismo modo de martirio también en 1535. Eran tiempos de división e insumisión, en los que se aspiraba a hacer ley del interés personal frente al bien común. Subiendo al cadalso, el caso quedó resumido por el condenado: I die being the King's good servant, but God's first (Muero siendo buen servidor del rey, pero de Dios primero).

En la carta que, desde el presidio, escribía a su hija Margarita, el otrora lord canciller se abandonaba confiado en la bondad divina: “Hasta ahora, su gracia santísima me ha dado fuerzas para postergarlo todo: las riquezas, las ganancias y la misma vida, antes que prestar juramento en contra de mi conciencia”. No descartaba la posibilidad de caer, jurar y perjurar, y ese caso imploraba “una mirada llena de misericordia (que) me levante de nuevo, para que vuelva a salir en defensa de la verdad y descargue así mi conciencia, y soporte con fortaleza el castigo y la vergüenza de mi anterior negación”. Se despedía con palabras de aliento a la afligida hija: “Ten, pues, buen ánimo, hija mía, y no te preocupes por mí, sea lo que sea que me pase en este mundo. Nada puede pasarme que Dios no quiera. Y todo lo que él quiere, por muy malo que nos parezca, es en realidad lo mejor”.

Cuando lo proclamó patrono de políticos y gobernantes el 31 de octubre de 2000, año jubilar, el Papa Juan Pablo II razonó “la necesidad que siente el mundo político y administrativo de modelos creíbles, que muestren el camino de la verdad en un momento histórico en el que se multiplican arduos desafíos y graves responsabilidades. En efecto, fenómenos económicos muy innovadores están hoy modificando las estructuras sociales. Por otra parte, las conquistas científicas en el sector de las biotecnologías agudizan la exigencia de defender la vida humana en todas sus expresiones, mientras las promesas de una nueva sociedad, propuestas con buenos resultados a una opinión pública desorientada, exigen con urgencia opciones políticas claras en favor de la familia, de los jóvenes, de los ancianos y de los marginados”.

A las puertas de otro jubileo, en peregrina clave de esperanza, “es útil volver al ejemplo de santo Tomás Moro que se distinguió por la constante fidelidad a las autoridades y a las instituciones legítimas, precisamente porque en las mismas quería servir no al poder, sino al supremo ideal de la justicia. Su vida nos enseña que el gobierno es, antes que nada, ejercicio de virtudes. Convencido de este riguroso imperativo moral, el estadista inglés puso su actividad pública al servicio de la persona, especialmente si era débil o pobre; gestionó las controversias sociales con exquisito sentido de equidad; tuteló la familia y la defendió con gran empeño; promovió la educación integral de la juventud. El profundo desprendimiento de honores y riquezas, la humildad serena y jovial, el equilibrado conocimiento de la naturaleza humana y de la vanidad del éxito, así como la seguridad de juicio basada en la fe, le dieron aquella confiada fortaleza interior que lo sostuvo en las adversidades y frente a la muerte. Su santidad, que brilló en el martirio, se forjó a través de toda una vida entera de trabajo y de entrega a Dios y al prójimo”.

En esta semblanza de sus virtudes no falta el elogio de su buen humor y se recuerda que “la defensa de la libertad de la Iglesia frente a indebidas injerencias del Estado es, al mismo tiempo, defensa, en nombre de la primacía de la conciencia, de la libertad de la persona frente al poder político. En esto reside el principio fundamental de todo orden civil de acuerdo con la naturaleza del hombre”.

Cuando hoy los poderosos aspiran a acaparar todos los poderes, cuando la individualidad de las conciencias se diluye en la borreguil disciplina de partido, cuando el sano diálogo deviene en confrontación entre los distintos, es justo y necesario felicitar a los políticos y gobernantes en el día de su patrono. Porque la subida al patíbulo de un santo, cinco siglos atrás, nos sigue animando a muchos para decir que antes la verdad que la ley, que antes la persona que el estado, que antes la conciencia que el poder, que antes que el rey siempre Dios.

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