Como indica nuestra foto de portada, no hay mejor momento para la reconciliación y el perdón que hacerlo frente a la majestuosidad de la naturaleza. Como cita un viejo proverbio africano “El que perdona termina el argumento”, es la única manera de que las personas encuentren un camino de luz para acabar con las diferencias y el dolor.
Pero no se me ocurre para mis lectores/as mejor historia que refleje lo que hoy quiero contarles sobre el perdón, que esta de dos monjes que estaban caminando y realizando un largo viaje. En el momento de llegar al cauce de un río caudaloso, vieron que una joven mujer quería cruzarlo, aunque ya estaba en una situación comprometida porque el agua le estaba cubriendo la cabeza.
Uno de los monjes se tiró al agua a pesar de la corriente y la pudo agarrar con fuerza y llevarla en sus brazos hasta la otra orilla. En cambio, el segundo monje no le prestó ninguna atención a la joven que su compañero había salvado de ahogarse. Los monjes continuaron caminando y la mujer siguió andando por un camino diferente.
Tres horas más tarde, el segundo monje le dijo a su compañero:
- No te entiendo hermano. Tú sabes que hemos dado un voto de no tocar a ninguna mujer. Rompiste ese voto cuando la levantaste a través del río.
Entonces el primero de ellos responde:
-Tienes razón. La tuve entre mis brazos durante unos tres minutos. Sin embargo, tú la has tenido en tu mente durante las últimas tres horas. Y todo parece que estás dispuesto a mantenerla en tu cabeza incluso más tiempo. Me parece que hasta que la dejes ir (en referencia a su pensamiento) continuarás rompiendo tu voto.
¿Cuál es la moraleja de esta historia?
Que el primer monje hizo lo que tenía que hacer. Decidió romper una regla porque no tenía otra opción que salvar la vida de esa mujer. Sabía que su voto estaba destinado a ayudar a mantenerse bien focalizado en su actividad como monje. Sin embargo, también creía que debía ayudar a los demás tanto como pudiera.
Este primer monje podía perdonarse a sí mismo y seguir adelante, poniendo fin a cualquier discusión (debate interno) que podía haber tenido en su mente. Esa era su grandeza espiritual. Rompía cualquier argumento en su contra.
El segundo monje no podía dejar de lado su visión de lo que vio. Tenía un argumento en su mente sobre el que su pensamiento giraba una y otra vez sin parar. Creía que moralmente su forma de pensar le otorgaba una posición de privilegio. Se aferraba a las reglas…al voto. No tendría duda en decirle al resto de personas que cuán en lo cierto él estaba y lo equivocado que estaba su otro hermano monje que salvó a la joven mujer, por haberla tocado y roto su voto.
Pero con esta filosofía de vida, cada vez que repetiría su argumento, más y más personas estarían propensas a entrar en la discusión y tomar partido. Lo que sí era seguro, que, de continuar insistiendo, lo convertiría en una persona triste y enferma. Pero lo peor, es que las demás personas querrían evitarlo, al saber que siempre iba a volver al mismo tema que le obsesionaba. Y a este sometimiento de palabras, sentimientos y expresiones negativas, se puede aguantar una vez…dos…pero la gente no está dispuesta a escuchar todo el tiempo, tan tremenda carga de negatividad.
Si este segundo monje fuese realmente sabio, debería aprender de su memoria y a ella (la joven salvada por su hermano monje) debería dejarla salir (expulsarla de su mente y sus recuerdos). Se daría cuenta también, que tiene que perdonarse a sí mismo por lo que podría ser su propia fragilidad en relación con las mujeres y la cerrazón del criterio sometido a una norma (el voto de los monjes), como que tuviese siempre la fuerza moral por cumplir con las reglas.
¿Es moral un dogma sin excepciones?
Nunca nada más lejos de que esta actitud en la vida pueda refutarse como moral, porque, en definitiva, se trata de vida o muerte vs. norma y rompimiento del voto.
El primer monje se había liberado totalmente de cualquier culpa por haber salvado una vida y cumplir con el precepto de ayudar a otras personas todo lo que pudiera, más aún encontraría una nueva liberación, si era capaz de perdonar a su hermano monje su incapacidad para poner fin a la discusión.
Tenía que ayudar a su hermano a liberarlo de la carga mental (el equipaje que le pesaba y atormentaba) para poder seguir caminando en libertad.
La moraleja de los dos monjes nos retrotrae a un momento de nuestra memoria
Siempre nos ocurre que revivimos algún hecho de nuestra vida en la que se conjuga el dolor, en ocasiones con el deseo de venganza. De esta última hay que huir. Deberíamos recordarlo con el fin de tomar mejores decisiones en el futuro y de saber a quién poner en nuestro círculo más próximo (familiar o de amistad), para marcar una línea fronteriza con aquellos con los cuales queremos mantener cierta distancia.
En el caso de que uno sea el que hizo el mal (provocó el dolor), cuando se pide perdón no sólo se está limpiando la herida liberando nuestra mente y espíritu, sino que estamos admitiendo que nos hemos equivocado y que no pretendemos justificar nuestro comportamiento. Perdonar, es como dejar ir “el pesado equipaje” (del segundo monje) y continuar el sendero que estamos transitando que forma parte a su vez, de un camino más largo que es el de nuestra vida.
Perdonar (sobre todo la auto-indulgencia) no es fácil, pero es la única dirección a seguir si amamos y nos aman. Tenemos que desear que tanto los seres queridos (incluso los más indirectos que estén a nuestro alrededor, como en el trabajo), sean felices, teniendo la sensación de que tanto ellos como nosotros, cuando nos perdonamos seremos más enteros espiritualmente y más sanos (salud mental y física).