Apenas hay duda en que la afición es ahora pura y simplemente publico
Un amigo aficionado y lector me dice: “Una buena corrida de toros es como un sabroso guisado, varios ingredientes serán necesarios, que todos aparezcan en su justa medida, si se quiere conseguir el sabor preciso”. Quiere decir, que la afición adquiere una buena parte de responsabilidad, ingrediente básico, en el sabor final. Una responsabilidad que, quizá en los últimos tiempos, se ha ido diluyendo, devaluándose y desvirtuándose. Apenas hay duda en que la afición es ahora pura y simplemente publico; miradores y admiradores de determinadas figuras del toreo, que han conseguido tener un gran público, pero han perdido a la pequeña afición.
Continuaba, el amigo aficionado: si al igual que Belmonte estableció la línea de partida del toreo con su trilogía: “parar, templar y mandar”, el aficionado debería hacer suyas estas palabras claves. “Parar”, reflexionar sobre aquello que los empresarios, ganaderos y toreros nos están ofreciendo, si realmente son tardes de arte o mero espectáculo. “Mandar”, exigir que en los carteles aparezcan las figuras, que rivalicen entre si, con toros de planta y casta, y, exigir de estos entrega, profesionalidad, arte y responsabilidad. “Templar”, el acoplar, sentir y vibrar cuando la faena lo permita, o callar ante el paso atrás, el cite al “trascuerno”, torear por la variante, o la falta de entrega.
En el mundo del toreo, el aficionado no arriesga la hacienda, el prestigio, o la vida, sin embargo, si es la afición la responsable de la Fiesta, la que debería buscar las esencias, y exigir que la famosa trilogía no se “desbarranque”.
Amigo lector, me parece excelente su ideario del buen aficionado, pero participar de tan candoroso entusiasmo; una soñada utopía. Si examinaros individualmente a cada uno de los ocho, diez, doce o veinte mil espectadores que componen el publico de una plaza de toros, resultaría que no saben nada de tauromaquia; pero todos ellos unidos en las localidades saben más que el más experto de los críticos y mejor de los aficionados. Hay una razón poderosa para que esto sea así y para que la aparente paradoja se desvanezca.
De ordinario, el publico asiste al espectáculo sin prejuicios, acude en busca de emociones, rasgos de valor y belleza, se entrega por entero a sus impresiones, aplaude aquello que le satisface, hágalo quien lo haga, y si en un diestro pone sus simpatías y admiración y lo proclama “figura”, figura será, aunque se oponga la ciencia de la critica y, esta siente cátedra.
Unas veces, porque queremos hacer del torero un arte trascendental, sin serlo, otras porque estamos bajo la influencia de la pasión, de la simpatía, de nuestro gusto individual, fiscalizamos nuestras impresiones, y como en materia de arte, aunque sea intrascendente no hay nada absoluto, es un error y una torpeza inculcar el criterio propio a los demás.
En una palabra, el publico no tiene “escuelas” que defender, técnicas que hacer respetar, reglas que imponer, desdenes que vengar ni indeferencias que corregir, aplaude lo que le impresiona gratamente, aunque en los momentos actuales se dejen llevar por vulgaridades, sin acertar en sus vítores con todo aquello que revela valor, arte, gallardía, arrojo, dominio y singularidad. Y es muy cierto “amigo” que hoy se desbordan muchas plazas de un entusiasmo pueril y desorbitado ante actuaciones tan ventajosas, como de tan poco merito.
Pero todos los razonamientos que se opongan a ello, serán: “Cantares de taberna”, como solía decir Lagartjo el Grande.