OPINIóN
Actualizado 27/05/2024 15:58:20
Charo Alonso

Dice Magalí Etcheberne con su suave acento argentino donde resuenan el bandoleón y el Buenos Aires querido y hay un terciopelo de eses y de mate donde se aspiran las “y” y las “ll”, que en nuestro castellano de España cabalgan los caballos y en el americano, suenan los pájaros… aquellos pájaros que oyó Colón la primera noche que pasó en aquella tierra que quiso Asia y no lo era, aquella tierra que llega con su suavidad de lenguas y trato, con su humildad de tiempos pasados, con su miedo de inmigrantes, con su insegura capacidad de resistencia.

Porque cruzar el mar y buscar el trabajo en otra tierra que no es la nuestra, pese a que se hable con la misma lengua, debe ser saltar sin red un espacio de vértigo. Y aunque estemos rodeados de valientes, no podemos entender esta vida de raíces al viento que se aferra a sus costumbres, a los amigos y familiares que también hicieron el salto de esta verja que no se ve, pero que se siente cada día. Y nosotros, los dueños del castellano de la norma, los que contratamos, los que tenemos la raíz sobre la tierra y recordamos la infancia sobre el surco compartido, no podemos entender el equilibrio de la nada, el recuerdo al otro lado, el niño o el adolescente que se enfrenta en el cuaderno con una vida para la que nadie le pidió permiso. Y recuerdo a aquel alumno mío que solo deseaba regresar a su pueblito colombiano y quedarse allí, a despecho de los gritos de su padre hablándole de progreso y dineros, papeles y permisos… y que cuando aterrizó, dispuesto a enraizarse, descubrió que no era de allí ni de aquí, y que en ninguna parte encontraba el espacio que habitaba su nostalgia.

En nuestro castellano drecho por donde campan el Cid y Alfonso X El Sabio, todo tiene sabor de legado antiguo, de letras historiadas y almenas que se yerguen frente al recién llegado. Y Álora la bien cercana está en la oficina de los papeles que vuelan y se posan en forma de permiso de residencia o de nacionalidad que no borra la sensación de ser de fuera, de tener otro acento hablando la misma lengua. Y llega el espíritu de Carlos Fuentes, el mexicano del hablar con música de mariachis a inventar el territorio de la Mancha, ese que quiere Saramago ibérico sobre el mar de la balsa de piedra. Ese de la raya que nos aúna en el contrabando del amor y de la suavidad lusa de la lengua que atraviesa el mar hacia el África de los que fueron esclavos y ahora aguardan frente a las vallas de Melilla, de Ceuta, las luces engañosas de Tánger… y llegan los rubios ucranianos de la guerra, las tristuras compartidas de aquellos sirios de los que no nos acordamos, llegan del otro lado del mar, con sus miserias, su recuerdo de la guerra, su metralla. Y nosotros, los de la raíz, aprendemos el canto de los pájaros, la genialidad de una imaginación feroz y literaria, Magalí, un eco que los lingüistas llaman “rehilado” porque resuena en nuestros oídos castellanos como seda y no como armadura de metal… ese sonido de fricción sonora que es caricia en la voz de mi querida Marlene Quinde, en la de Mateo, en la de mis alumnos del otro lado de la fonética que yo, filóloga, aprendiera en las aulas de Anaya de la diestra mano de Julio Borrego y la delicada poética de Mercedes Marcos.

Territorio pues de mi lengua compartida, en corazón bañada, de pájaros y caballos, de medievales caballeros y de junglas, desiertos, playas infinitas al otro lado de la quimera colombina. Y se alza el libro como estandarte de una imaginación de valiente mundo nuevo, el que nos une y nos hermana. El que tiene rehilado el corazón en muchas bocas.

Charo Alonso.

Fotografía: Fernando Sánchez Gómez.

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