OPINIóN
Actualizado 25/05/2024 09:48:42
Juan Ángel Torres Rechy

Los Rolling Stones han sabido ser ellos y nadie más: igual que tú, que eres tú misma, porque te has despojado de todo hasta reducir tu hogar al cielo y la tierra.

Tú (perdón por llamarte tú con confianza inmerecida desde el inicio: debería llamarte no de tu sino de usted, pues…) Usted, usted, tú sabes más cosas que yo. Tú deberías ser quien escribe esta columna. Yo, que me encuentro en la situación (ir)real de ser quien la escribe, te pregunto a ti qué puedo poner por escrito mañana sábado. Qué quieres leer. Qué quieres encontrar.

La escritura existe desde los tiempos antiguos de nombres propios como Irak, China, Egipto, etc. En su inicio, significó el deseo de comunicar algo a alguien: aunque no se trata de escritura lingüística, no podemos no mencionar como ejemplo las Cuevas de Altamira en lo que hoy es España: los bisontes en la roca “nos quieren decir algo”. Bajo esta idea, podemos concluir que la escritura nace por el deseo de comunicar una cosa.

Una diferencia entre expresar algo y redactarlo, digamos, para una columna periodística, o para cualquier otro soporte literario, consiste en el estilo. El autor cuida la redacción de su mensaje. No lo arroja como una mancha de tinta en el papel. No lo refiere al vuelo mientras corre para cruzar la calle antes de que el semáforo lo pille en rojo. No le vale solo unos momentos de su tiempo. En cambio, la pieza final, depurada en su trato de palabras, le requiere sacrificio.

La semana pasada, para ciertos fines que en esta ocasión no nos detendremos a referir por extenso, escribí que el acto de creación (lingüística, literaria, en nuestro caso) implica la muerte del autor. La persona, al modo de una bombilla en la alcoba, se apaga, y con su oscuridad ofrece espacio para que brille lo otro con luz propia. El producto creado carece del autor: se convierte en algo independiente, autónomo. En términos pictóricos de nuevo: vemos la pintura, no el pincel ni la mano que lo empuña.

Quizá a ustedes (ahora hablo de ustedes, no de usted, ni de tú) cuando abren un periódico o una revista esperan encontrar en la sección de literatura algún poema que los mueva a leerlo con verdadero interés, con admiración, con naturalidad. Hm. Hm. Pero no siempre nos topamos con un escrito en verso con esas características. Los poetas parecen no saber escribir lo que nosotros seguramente escribiríamos mejor. Pocos autores entienden el significado de lo que vale componer una pieza poética. En la poesía, el lenguaje alcanza la cima de su posibilidad de expresión. Cada verso no solo apunta a un referente externo, situado en algún lugar del mundo o de la imaginación; en cambio, el verso a su vez se convierte en el referente de sí mismo.

La semana pasada, mientras recorría las calles de Nanjing al término de mi semana laboral, me encontré en un café a un joven chileno. A su corta edad (no pasaba de los 30 años, supuse), había recorrido al menos cinco países de África. En la mayoría de los casos, lo había hecho solo, sin la compañía de ningún familiar ni ningún amigo. Ciertamente, desde su tiempo en Punta Arenas y Santiago, había hecho un par de amistades africanas, a quienes había conocido en un trabajo como voluntario para la Cruz Roja de su país. Esas personas lo habían motivado a interesarse en la cultura de sus países. Pero el viaje allá, y luego a Europa, lo había hecho solo.

Ahí en ese café pequeño de una calle escondida en el centro de la ciudad de ocho millones de habitantes de Nanjing, el joven chileno me mostraba sus fotografías en su cámara. Me decía el nombre de las ciudades de las tomas y me refería alguna anécdota al caso. Después, desde su teléfono me mostró más capturas. Una de sus favoritas era de un grupo de mujeres tostadas por el sol que, bajo la sombra de un árbol, esperaban el término del día del Ramadán para reunirse con sus familias y comer en comunidad.

El café que tomamos en la callecita Jiangjun, no lejos de la avenida Zhujiang, ahí en Nanjing, era uno que en la carta (en chino, claro) decía algo como café americano de burbujas. Tomamos dos cada uno. Por mi parte, yo le referí alguna anécdota de Salamanca, España. Le hablé de sus calles más famosas. En la calle de la Compañía, le dije, hay una biblioteca pública emblemática, la Casa de las Conchas. Le referí la historia de la universidad. Le mencioné también, me parece, algo de Zamora (no recuerdo si le conté cosas de Ávila o Zamora), en todo caso, le conté cosas de esa parte castellana del país. Él había estado solo unos días en Andalucía, pero había preferido saltar a Francia, para exponerse a otra lengua distinta al español. Finalmente, habiendo reprimido el comentario desde el inicio, me dijo que en su país, Chile, las conchas eran otra cosa. Por último, me dio su cuenta de Instagram. Yo le tomé una foto para no olvidar su nombre en esa plataforma. Antes de despedirnos, en su español todavía vivo detrás de las cuatro lenguas que habla a la perfección, me dijo, quizá a ti te interese saber cómo he viajado tanto. No se trata de nada malo, pues, solamente provengo de una familia de diplomáticos chilenos.

Cuando dio la vuelta en la esquina, me lo imaginé dirigiéndose a algún lugar pintoresco para tomar fotografías esa tarde de primavera. Seguramente, se iba a sentar en cualquier lugar público donde las personas mayores juegan a las cartas y beben té para iniciar alguna conversación casual. Cada día, me dijo, aprende alguna frase nueva y busca alguna persona para decírsela como si fuera algo de siempre. Hoy que reviso su cuenta de Instagram, antes de publicar la columna, veo que sí tiene una fotografía nueva. Se trata de un escaparate de Acqua di Parma de la plaza Deji. La tomó porque vio unas naranjas. Yo, en el café, le había leído un poema mío titulado Naranja. Lo había leído en voz alta mientras tres jóvenes a nuestro lado, interesadas en la peculiaridad de nuestra lengua, habían puesto atención a lo que decíamos, sin entender nada. Ellas también nos hicieron una fotografía a nosotros dos.

***
Naranja ~
Tu ceño carece de soltura,
no vuela ningún sueño por tu frente…
O vuela tan lejos que se ha perdido de vista…
El tiempo en tu persona opera distinto,
tu cuerpo lo ondula de modo diferente
sin una manera clara en las palabras.
Aquello del origen y el destino del ser humano
en ti se cumple con todo su misterio descubierto:
careces de cualquier referencia para el verso que, estable en la estrofa,
en vano se esfuerza por copiarte.
Un guiño de tus ojos traduce al silencio
lo que todavía no escribo aquí.
Los Rolling Stones han sabido ser ellos y nadie más:
igual que tú, que eres tú misma,
porque te has despojado de todo
hasta reducir tu hogar al cielo y la tierra.
Como un objeto que ejerce influencia en otro objeto,
del mismo modo tu cabello, tus ojos, a lo lejos, modifica el rumbo de mis pasos.
El mar en torno tuyo, con su brisa y su color azul profundo,
acecha desde la orilla de la creación mi espacio donde todo tiene un número, peso y medida.
Tu nombre lo referiré tan solo como Naranja,
esa fruta aquí en la mesa,
que suple con su forma esférica la curva de tu hombro que una vez toqué desnudo.

torres_rechy@hotmail.com

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