Ver galería


CULTURA
Actualizado 12/05/2024 11:21:35
Charo Alonso

El artista salmantino realizó durante los años cincuenta y sesenta una sorprendente obra mural



Cuando el profesor universitario y experto en arte Javier González de Durana conoció la noticia de la muerte del artista salmantino, nacido circunstancialmente en Santander en 1951, Ramiro Tapia, su obituario personal fue recordar el trabajo como muralista del artista a quienes los salmantinos conocíamos en otras facetas, siempre polifacéticas y geniales. La imagen del mural de 70 metros cuadrados situado en el vestíbulo del Cine Capitol, inaugurado en 1958 no solo nos recuerda los fecundos años de trabajo y experimentación en el País Vasco del artista, sino también esa sociedad que se abría a la modernidad tanto en el mundo del arte como en el del diseño y los avances “de fuera” que comenzaron a vivirse en la existencia cotidiana, gris y aún plena de posguerra, se iniciaba el desarrollismo en una España deseosa de color, cambio y modernidad.

Una modernidad que se instaló en el Bilbao de los edificios señoriales del siglo XIX en forma de complejo cinematográfico levantado por el arquitecto Sanz Magallón, ayudado por un joven Ángel Libano. Un nuevo local que producía admiración y se glosaba con adjetivos como “espléndido”, “moderno”, “elegante” “confortable”… Eran tiempos esperanzados de nuevos materiales que parecían darle una pincelada diferente a la vida de la ciudad fabril, casi como anticipando el futuro advenimiento del edificio del Gugenheim a mayor gloria del despertar bilbaíno. La modernidad también se impuso a la hora de elegir a Tapia para la realización de dos murales ahora perdidos, no se sabe si por el desbordamiento de la ría –precisamente retratada en uno de ellos- o por la reconversión del majestuoso cine en salas más pequeñas en 1992 que ahora han dejado paso a una tienda de grandes dimensiones. Todo cambia, pero a finales de los cincuenta, la recreación del paisaje verde, la ría con sus elementos fabriles, sus trabajadores, su puerto, sus barcos, sus personajes que velan desde arriba, eran una muestra no solo del talento del artista, sino de la modernidad de su propuesta: estaba realizada en láminas de plástico.

Lejos de la Salamanca dormida y del Madrid que despertaba con los nuevos artistas en grupos a los que Tapia pertenecía, los polos del desarrollo industrial, Cataluña y El País Vasco, eran el culmen de la modernidad. Y fue al País Vasco donde Willy Wakonigg, tras su incursión en Madrid, llevó al joven artista que había dejado la carrera de arquitectura y que había ganado el concurso que la tienda “Gastón y Daniela” convocó en un Madrid sorprendido por la modernidad del bilbaíno. Toda una autoridad en escenografía y diseño textil, Wakonigg convirtió a Tapia en Director Artístico de la empresa Ceraplástica, quienes tenían en España la patente de la Formica. El pintor no solo se centró en el diseño, sino que utilizó este material para realizar murales e instalaciones. Un trabajo que continúo en Madrid a su regreso del norte, una vez cumplido su periodo de aislamiento en el campo salmantino donde se dedicaría a la más pura abstracción. Años después, ya pintor a tiempo completo, Ramiro Tapia volvería a radicarse definitivamente en Salamanca aunque mantuvo su casa y estudio en la capital a la que iba en numerosas ocasiones.

¿Cómo era el artista que a finales de los cincuenta abordó la obra mural? La cinematográfica escalera del Capitol bilbaíno era un prodigio de elementos geométricos de vivos colores, con cierto aire naif también propiciado por los seres que parecen, desde lo alto, cuidar el paisaje rural, campestre y urbano que atraviesa el río Nervión. Un estilo que se reconoce recorriendo el catálogo titulado “Ramiro Tapia años 50” publicado en el 2002 donde las obras del jovencísimo pintor nos devuelven un estilo muy reconocible, obras expuestas en la prestigiosa galería “Guillermo de Osma” y que define perfectamente el poeta Antonio Colinas cuando habla “del rico mundo onírico con el que el artista logra metamorfosear la realidad”. Su visión del “geometrismo inspirado” es la perfecta visión de la obra de un Tapia que no copia la realidad, sino que la cuadricula, la tiñe de color, la dota de un imaginario sin duda surgido de su infancia de muchas influencias. Criado junto a una abuela culta, flamencóloga, amiga de artistas y espiritista, Tapia pasaba sus veranos en las fincas familiares salamantinas, dedicado a retratar el campo bajo la influencia de su otra abuela, también pintora. Lector gracias a su madre de magníficos libros traídos del extranjero con grabados de Rackham, Doré y Beardsley, supo desde muy joven de la frescura de Paul Klee y del deseo de pintar, deseo que compartió en su juventud madrileña con amigos como Carmen Santonja, Chus Lampreave… Los pintores de su generación, ambiente que dejó para vivir y trabajar en Bilbao, fueron parte de ese cambio que el arte español vivía con ansia. Ese cambio que tuvo también en el diseño y en la vida cotidiana su importa necesaria.

Los años norteños de Tapia, aunque le alejaron del ambiente de cambio del arte capitalino, fueron fecundos. Su grandiosa creatividad experimentaba con nuevos materiales, podía viajar al extranjero y extasiarse con el arte que se hacía fuera y con la visión de las obras de sus admirados Klee y Kandinsky. El trabajo es feroz y cuando el clima le supera y las ansias de regresar a los orígenes le devuelven al campo de su infancia, Tapia se abisma en la abstracción dejando a un lado este trabajo pleno de color, esperanza, modernidad, novedad y sobre todo, deseo de cambio. El plástico ha venido para cambar nuestra vida y sin embargo, como un adivino, el artista lo abandona, se marcha de nuevo a la tierra, busca la esencia. Tras este periodo de aislamiento, Madrid de nuevo significará el trabajo con Wakonigg y la publicidad. Hay que dejar de un lado la abstracción y la soledad del campo para buscar algo nuevo.

Contemplamos los murales de Ramiro Tapia y sus increíblemente vivas acuarelas y obras de los años 50 con admiración. Son actuales, palpitan de color y de trazos novedosos. A lo largo de su fecunda trayectoria, plena de cambios, temas que el pintor agotaba hasta la extenuación, técnicas que desarrolló magistralmente, la obra de los años finales de la década de los cincuenta y comienzos de los sesenta son un fiel reflejo del deseo de cambio, del desarrollismo que tiñe de modernidad algunas zonas de un país que apuesta tímidamente por el color y la incipiente influencia de los pintores a los que pocos privilegiados podían contemplar fuera. Tapia, gracias a su trabajo en Bilbao, es testigo y artífice de estos cambios y sin embargo, el regreso al campo charro para pintar en soledad, también fue anuncio de un tiempo nuevo, el de la vuelta a la esencia. Muralista en los paredes donde desarrollar su talento, el pintor cuenta su viuda, la también artista, Amparo Núñez, visitaba en Madrid la obra que realizara en la calle Neville, un mural que el portero cuidaba con mimo porque “era una obra de arte”. Siempre hacia adelante, novedoso para sí mismo, Tapia tenía conciencia de su obra anterior y, seguramente, ahora para siempre en el campo charro de su retiro, recorra de nuevo el muro que pintó con el ansia de un tiempo diferente. Un tiempo del que fue artífice, alzándose siempre hacia arriba con la fuerza de su increíble talento.

Fotografías: Javier González de Durama

Leer comentarios
  1. >SALAMANCArtv AL DÍA - Noticias de Salamanca
  2. >Cultura
  3. >Ramiro Tapia, el pintor muralista