La escritura, si tiene la belleza de la anagogía, recoge su sentido del agua donde la piedra apaga su sed. Si esculpe en su rostro la severidad de la hierofanía, ofrece su mística con una bondad inapreciable.
La escritura, cuando se trata de un acto comprometido con el arte y la vida (la palabra vida vale igual que ciencia, técnica, burocracia, etc.), no parte de manera silenciosa desde el aparato fonador del pecho y la cavidad bucal, sino desde otro punto sin una coordenada precisa en el alma. Esto lo conocen las personas que de manera honesta se dedican a su uso y costumbre sintácticos, regulados por el orden de las horas cotidianas. Como escritora, escritor, no resulta fácil, en realidad, establecerse en esa dimensión letraherida de la existencia, pues antes hizo falta desaparecer del mundo y renacer bajo el signo de la divinidad de la pobreza humana.
En esa dimensión del tiempo y el espacio de lo mítico —vale decir del sueño—, las palabras con sus pasos apoyan su camino en un sendero no definido todavía. Por eso, las niñas y los niños —nos lo han dicho autores franceses y alemanes, según lo recuerdo de Paul Válery o Rainer Maria Rilke, por lecturas compartidas con mi papá—, por eso ellas y ellos, los niños, tienen como condición natural un acercamiento a la realidad en clave de encanto. Esa región más transparente del nacimiento de la eternidad la llevan estampada en las pupilas. Una madre, cuando cuida a su hijo, procura conservar impoluta e intacta esa fuente caudalosa de inocencia y asombro en su criatura. Tal antecedente, años más tarde, con la madurez del desarrollo humano, se convierte en un artesonado carísimo a la apreciación y expresión vitales.
En China, España y México se ha celebrado el Día de la Madre en estos últimos días del segundo domingo de mayo al primer domingo del mismo mes, pasando por el 10 de mayo mexicano. Si el bebé nace del seno materno, si al nacer, como tuvo a bien recordárnoslo Macedonio Fernández, el bebé trae consigo todo el cosmos en su capacidad genética, la genética del cosmos necesariamente debe alojarse primero en el vientre materno. La nada del filósofo japonés Kitaro Nishida, que no sé si tenga su equivalente en el Tao del pensamiento chino, representa una bellísima abstracción metafórica de la imposibilidad de explicar con palabras un objeto (no un sujeto) que nosotros aquí referimos sin complicaciones, de manera clara y transparente: el amor.
A mi edad de 40 años, comienzo a recoger con mi ontología y circunstancias presentes los torrentes del manantial de la inocencia referidos arriba. Por eso, afirmo lo siguiente. Sí vale la ética como principio fundamental de la poiesis (poesía, creación), de manera absoluta. Sí contempla la moral todo lo que se echa en falta para levantar de la nada cualquier imperio artístico o no artístico. Sí corresponde a los territorios de la ética y la moral el cultivo y la cosecha de lo bueno, lo verdadero y lo bello. Creo en las cosas que no se esconden y no creo en las que lo hacen. Las edades pasadas, desde el tiempo de las estrellas y los mares, seguro lo han atestiguado a su manera. Sepulto con mi escritura la muerte del elemento que no apunta con la palma de la mano o el dedo índice a lo bueno, lo verdadero y lo bello. Si a mí me cuesta trabajo sufrir la prepotencia de conocidos que tienen como méritos burlarse de la gente, no puedo imaginar el tamaño de la cara de personas implicadas en temas como los de Israel y Palestina, o como los de Florentino Pérez.
Una madre, por estos motivos, nunca se verá despojada de su carácter sagrado, por más que las costumbres del mundo tiendan a la oscuridad de los cuadros de Goya. Una madre, por definición, contempla con un amor indescriptible los cuatro puntos cardinales de la suma completa de la sustancia y la masa del ser humano y el universo. En cada letra de su nombre cabe el grueso del conocimiento y la sabiduría humanos. La bondad no aprendida de la naturaleza; la gracia no estudiada de las aves, la espontaneidad no calificada de los pétalos de las rosas… Imágenes como las anteriores nos ayudan a atisbar la pintura de una madre.
Entre las metáforas más hermosas que he escuchado en el Oriente, podría sin dificultad citar la del “despertar” del Buda. Esa persona despertó. O sea, dejó su sueño y abrió los ojos a la realidad. Una realidad que no hace falta analizar con un lenguaje filosófico para entenderla, porque basta el sentido común. De manera semejante, yo también quiero despertar. Quiero que mis mensajes de WeChat tengan un sí para el sí y un no para el no. Paul Auster y José Ortega y Gasset han hablado de esta claridad de la expresión. En su Biografía del silencio, Pablo d’Ors ha explicado de manera lúcida lo mismo con palabras diferentes: la existencia de la no claridad debido al encubrimiento de lo no dicho. Yo aspiro a ser el “yo” del amigo de Platero, no un niño (pues el personaje de la obra del Premio Nobel español no es un niño), sino un hombre a quien a partir de hoy no se le pueda encontrar nada escondido, porque hoy, Día de la Madre en México, ha nacido de nuevo a esa realidad donde el Buda sale a nuestro encuentro en la calle y nos invita a tomar un té, un café, para reír de los sueños calderonianos del mundo y ofrecerle un ramo de flores, muchas flores, a nuestras mamás.
La escritura, si tiene la belleza de la anagogía, recoge su sentido del agua donde la piedra apaga su sed. Si esculpe en su rostro la severidad de la hierofanía, ofrece su mística con una bondad inapreciable.