OPINIóN
Actualizado 19/04/2024 07:59:53
Mercedes Sánchez

Cada publicación tiene un colorido previo a su blanco y negro, unas letras en la portada que dan título, cuya forma, tamaño y ubicación nos conducen mentalmente hacia una sugerencia, cuya contraportada nos lleva, sin ambages, a una sinopsis de su contenido.

Y al cogerlo, notamos su tacto agradable, su olor, el grosor de su lomo, la forma de su tripa, su peso, cualidades físicas que nos llevan a sentirlo como ejemplar único, y que se graban en nuestra memoria tanto como su interior.

Algunos van vestidos con sus camisas o con sus fajas, que recogen comentarios publicados sobre ellos, habitualmente cargados de piropos.

Y en el interior de sus solapas, se anuncian más títulos de la misma persona que lo escribe o de otros autores.

Las guardas de sus tapas hacen su trabajo, proteger. Y, de pronto, nos encontramos con las impecables páginas de cortesía, que dan paso a la portadilla en la que se nos recuerdan título y autoría, seguida de los créditos, entre los que se recoge el DNI del libro, su ISBN, depósito legal, persona que posee la propiedad intelectual de la obra, año de publicación, editorial o imprenta, ciudad… Todos los datos que lo identifican.

De los libros leo todo lo que está escrito. Todo va preparándome mentalmente a zambullirme en lo que me cuenta. Así, doy una gran importancia a las dedicatorias, en las que, sin duda, se transparentan sucintas pinceladas del mundo personal de quien lo escribe. A veces, en sus epígrafes, también recojo información de lo que ha inspirado a su autor o le ha interesado más para elegir centrarse en ese tema.

Y enseguida entramos a su prólogo como al portal de su vivienda, de su mundo interior, en el que uno mismo u otro resume lo que aporta la obra. Por fin, iniciamos la historia, nos van envolviendo la trama, los personajes, la personal forma de escribir, y nos vamos bañando en todo lo que nos transmite.

Siempre he dado una gran oportunidad a los autores dedicándoles todo mi tiempo de principio a fin. Últimamente, tras leer, a veces, libros que me resultaban tan poco potables, y como hay tanto publicado, si las cincuenta o sesenta primeras páginas tejen en mí una tela de araña que me engancha, sigo adelante, y si no es así, con todo mi pesar, cambio de tercio, pues mi lista pendiente es larga.

La literatura realiza magia en todos nosotros. Nos hace revivir los grandes arquetipos y los grandes pecados de la humanidad, que son tantos: la ambición, la envidia, los celos, la lucha, la traición, la rebeldía, la maldad, la guerra, la avaricia… También nos habla de amor, de relaciones personales, de contextos históricos, sociales, de heroicidades...

Cuando me acerco a un título o a un autor siempre pienso en cuál habrá sido el proceso que habrá seguido para ponerse, día tras día, a escribir. Cuáles serían sus inicios, qué motivó a la escritura, cómo sería su recorrido hasta llegar a esa obra que tenemos en las manos. Y me resultan muy interesantes los encuentros con algunos de ellos, en los que, a través de sus comentarios se puede intuir su personalidad, y desentrañar sus costumbres e incluso sus manías, sus rituales. En los que nos transmiten muchas de las claves de sus vidas, que suelen ser distintas a las nuestras, que se hicieron en otros países o en otros lugares, en otros contextos, con otros paisajes, con otros medios… Que desarrollaron otras virtudes para resolver otras situaciones. Y ese proceso siempre enriquece, siempre aporta, siempre estimula la reflexión, abre la mente, y recuerda que los recorridos vitales a veces son muy diferentes, pero que, en el fondo, en su esencia, la de todos es una similar historia, en la que afrontamos la vida según nuestros objetivos y según las facilidades o impedimentos que vamos encontrando en cada etapa, que nos van fortaleciendo ante la adversidad y ayudan a salir reforzados.

Si, además, todo lo que está escrito está bien contado, el proceso de leer nos produce uno de los mayores placeres, transmitiendo esa experiencia tan mágica que producen los libros.

Mercedes Sánchez

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