Hay pocos trenes en este oeste peninsular olvidado de todos; yo voy en uno de ellos un lunes de pascua camino de Madrid porque mis cortísimas vacaciones me obligan. Por supuesto, va lleno hasta la bandera y, como corresponde al final de las vacaciones escolares, lleno de chiquillería.
Comparto vagón con un grupo de chinos (no es racismo, son chinos, me consta) que no levantan la mirada de sus móviles, y una joven pareja con niña pequeña espabilada y parlanchina. No tendrá más de cuatro años; es un remolino de bucles desordenados que adornan un rostro de buenos mofletes; lleva su correspondiente mochila con gran orgullo y se sienta muy formalita pegando la cara a la ventana y despidiendo a su abuelo (supongo) que le hace señas desde el andén. Toda esa formalidad y compostura se termina cuando el tren se pone en marcha; antes de llegar a Peñaranda ya ha preguntado dos veces que cuanto falta y los padres han tardado medio segundo en sacar un móvil y ponérselo delante con los dibujos animados de turno; y por supuesto con el volumen a todo gas, no vaya a ser que se nos olvide que en España el ruido es un derecho humano.
A la niña le interesa poco lo que ve en la pantalla del móvil, o no le interesa tanto como lo que ve por la ventana: campos que vuelven a reverdecer, un toro de Osborne, una muralla medieval (Ávila), varias vacas pastando con sus becerros, los pinares de la sierra, la ropa tendida en la estación del Escorial… Reclama su bocadillo y los padres se lo dan insistiéndole que siga frente a la pantalla porque ellos están enfrascados en otra pantalla por donde desfila todo el catálogo del Leroy-Merlin, al que parece que tienen que ir, sí o sí, esa misma tarde. Ella sigue preguntando por cuanto animal o vegetal se desliza por el ventanal del tren, pero a los padres les interesa más saber si el espejo seleccionado cuadrará encima del mueble del baño. A mí me gustaría que se me acercara un poco y explicarle yo misma que el campo está verde gracias a todo lo que ha llovido esos días, y que ese verdor incipiente son remolachas y girasoles sembrados; que las vacas también están más tranquilas porque gracias a la lluvia hay pasto y se alimentan mejor; que Ávila es una maravilla y que esas murallas se pueden recorrer a pie, cosa que no es posible en casi ninguna ciudad; que los pinares de la sierra madrileña son un parque nacional protegido y que hay ardillas a patadas, aunque desde el tren no las veamos; que el Escorial, aunque solo nos enseña la ropa tendida, es un lugar solemne donde entierran a los reyes de España. No sé si me entendería y ni se me ocurre proponer mi ayuda a la joven pareja enfrascada ahora en otro catálogo (Ikea) porque a ver si van a pensar que mis intenciones son poco sanas, que todo es posible.
Pasado el Escorial, la niña, harta de ser un cero a la izquierda, apaga el móvil y pide sus cuentos, a grito pelado, eso sí; la madre está hablando por otro móvil y el padre le propone dar un paseo por el interior del tren, como lo oyen. Ella quiere su cuento de Pepa Pig (que no sé quién es pero me lo imagino) y el padre recuerda que lo metieron en el fondo de la maleta, así que el paseo de interior por los vagones es el único remedio posible para esa pobre criatura que lleva ya dos horas largas metida en un tren sin que nadie le haga ni caso. Los chinos a lo suyo, a ellos con la pantalla que la niña no quiere, les basta.
Ya estamos en Madrid; ellos se irán a su casa y después al Leroy Merlin, imagino, donde de nuevo le darán a la niña el móvil para poder comprar a gusto el espejo del cuarto de baño. Espejo que han elegido con primor durante las dos horas de trayecto mientras su hija se quedaba sin aprender tantas cosas que los viajes nos enseñan y que nosotros aprendíamos hace años cuando los viajes duraban una eternidad y a nuestros padres les importaba un comino nuestro aburrimiento. Y volviendo la vista atrás con esa nostalgia breve de efectos sanadores que yo tanto practico: qué suerte tuvimos los que tuvimos padres sin teléfono móvil ¿no creen?
Concha Torres