El inocultable temor que ciertas instituciones, gremios, colectivos y artistas expresan respecto a los perjuicios que puede causar(les) la tecnología de inteligencia artificial generativa que se está imponiendo en la cotidianidad, adquiere una dimensión especial y un evidente alto nivel de inquietud entre los colectivos que se llaman artísticos y entre artistas y creadores en general, aunque no sólo, que sienten, tal vez con alguna razón, amenazado el valor de su esfuerzo y el aprecio de su creatividad con la aparición de una herramienta tecnológica capaz de inmiscuirse y competir con ellos en la materia específica de su creación.
Se habla ya de novelas escritas con inteligencia artificial, así como ensayos, trabajos históricos o documentos recopilatorios e informativos de todo tipo, que en breve competirán en las estanterías con las obras de autor físico, lo que desata la inquietud de los escritores al uso. También, las temblorosas inquietudes de cierto sector de la comunidad de enseñantes (‘educativa’, les gusta denominarse), probablemente la parte más indolente de la profesión, o la más platonificada, que lejos de adaptar sus modos de examen, evaluación o control, y adecuar sus propios métodos pedagógicos a la nueva realidad de la inteligencia artificial, intentan hacerse con herramientas de denuncia, control, indagación y detección para evitar su utilización por alumnos y, de paso, seguir haciendo valer su visión de la materia. No casualmente, los estudios más recientes hablan de una utilización más profusa de la inteligencia artificial por parte de gente joven que de personas adultas y, sobre todo, informan de la carrera implícita, callada pero intensamente competida, entre la velocidad de los enseñantes por conseguir herramientas de control (o prohibir su uso) frente a la inteligencia artificial, y la de los alumnos en aprender (o falsear) sus formas más indetectables.
En el mundo del arte, especialmente en las artes plásticas, la posibilidad de generación de realizaciones pictóricas, escultóricas, arquitectónicas o de otro tipo en diseño y producción, ha encendido todas las alarmas en los colectivos artísticos y profesionales de esas disciplinas, que temen la enorme competencia que la creación artificial pueda enfrentarles en un mercado abierto más al consumo y la demanda que a la creatividad. Del mismo modo, en el mundo del diseño, la maquetación, la creación digital de todo tipo, así como en la programación digital, la inteligencia artificial, dotada de características y utilidades de enorme capacidad, ha ‘obligado’ a los profesionales de esas áreas a adoptar medidas tendentes a impedir que su trabajo sea sustituido por máquinas capaces de realizarlo, a veces con mayor precisión, rapidez, efectividad y, en ocasiones, talento artístico, lo que desvela que una de las mayores utilidades de la tecnología de I.A. será el desenmascaramiento de blufs artísticos, la puesta en evidencia de la falsedad de tendencias artificiales, imposiciones estéticas y otros territorios de la falsedad con que hoy, salvado excepciones, se mercadea en el arte.
No sorprende, en un mundo en el que las firmas, los nombres y las marcas se han impuesto como blasón de valor por encima, muy por encima a veces, de las realizaciones que rubrican (cine, literatura, artes plásticas, teatro, arquitectura, urbanismo…), que las primeras decisiones de esos colectivos, profesiones y ámbitos (con escasas excepciones), haya sido la de procurar y apoyar la aprobación de leyes, disposiciones o normas de prohibición, rechazo y ninguneo de una herramienta, la I.A., que para los profanos y espectadores, entre sus múltiples virtudes cuenta con la de dejar en evidencia la incapacidad, la insuficiencia, la ausencia de talento y la inutilidad de tanto figurón como hoy coloniza el mundo de la expresión artística.
Cualquier avance social, sobre todo los técnicos y tecnológicos, aunque también otros de concepto y cambio de paradigma del conocimiento humano (Copérnico, Darwin, Einstein…) concitaron en su tiempo el rechazo frontal de aquellos a los que su existencia denunciaba por superficialidad, inutilidad o equívoco (universidades, iglesias, sociedades científicas y sabios de todo tipo han sido históricamente -como hoy- los principales negadores de los avances científicos), consiguiendo que esos avances fuesen durante décadas o siglos arrinconados, ignorados, atacados, ocultados o vilipendiados, hasta que el gran juez del tiempo situó en el lugar que merecían.
La inteligencia artificial generativa, uno de los grandes avances científico-tecnológicos de los últimos años y una herramienta con inmensas posibilidades de facilitar la vida en muchos ámbitos y formas, además de una realidad que cambiará radicalmente la autopercepción social e individual del mundo y las relaciones entre personas cada vez más informadas, lo que menos necesita es una nueva Cruzada de dolidos académicos, ofendidos artistas y victimizados engranajes de lo consabido, que defienden con las viejas armas de la propaganda un status quo de imposible permanencia y manipulable elasticidad. Tener miedo a la I.A. es desconfiar de la capacidad humana de crecer, adecuarse, cambiar, adaptarse, repensar y releernos y, por qué no, de competir si fuese preciso contra ese espejo que es la I.A. que, como nuestro, debiéramos considerar digno adversario.