Últimamente me ha dado por recordar aquellos años mozos, si se me permite usar esa expresión, en los que me creía la inocencia encarnada y bajaba preparado para enfrentarme al chaparrón que me esperaba en el camino al colegio. Botas altas, calcetines abrigados, los pantalones de pana más zarrapastrosos, aunque manteniendo su elegancia, y el paraguas azul de Winnie the Pooh. Y el charco, ese poderoso charco que requería mi pisada como el amante de Teruel deseaba el beso de la amada. Solo un centímetro más y el diluvio universal será parte de mi bota. Splash.
Me acuerdo de esos años porque la lluvia tardaba unos microsegundos más en llegar al intrincado mechón ciclónico de mi coronilla. Quizás es proporcional el tiempo que pasé resguardado bajo una cornisa al número de charcos que luego me apetecía pisar. Ahora he perdido la costumbre, pero no he dejado de pensar en toda la lluvia que ha caído sobre mi cabeza y que, por poco previsibles avatares del destino, devino en un fuerte constipado. En las clases de infantil, la profesora solía enseñarnos varios cuadros de los que aprendíamos el nombre y el autor—tampoco ha cambiado mucho la cosa con el paso de los años, he de admitirlo— y de vez en cuando replicábamos algunos con nuestras pinturas de palo y nuestras ceras plastidecor. Por ejemplo, La lechera de Vermeer, pero vista por niños de 5 años cuya máxima aspiración era acertar con ese azul lapislázuli. Uno de los cuadros que replicamos con pueril perspicacia era Rue Saint-Honoré por la tarde. Efecto de lluvia. Ahora dudo si realmente era la obra con efecto de lluvia u otra de la misma serie, pero tengo absoluta certeza de que la calle era la misma. Saint-Honoré, San Honorato, 16 de enero en el santoral y protector contra la sequía y la mala fortuna. Es claro que debía llover en esa calle, tan evidente como que nunca entendí cómo simular esa tarde grisácea, de nubosidad variable y lluvia intermitente. Pissarro entendió cómo afecta la lluvia a los efectos lumínicos y cromáticos en la celeridad de la ciudad, aunque nunca se habla de su habilidad para comprender la psique de la multitud humana. Ahí marchan, como manchas individualizadas, cada una en su baldosa, en su lugar. Como predestinadas a ver la lluvia en ese lugar. Todo yendo a su mano, a su oído o a su mirada, como diría Idea Vilariño. Es la muchedumbre de este cuadro una sincera sinfonía urbana, cuidada aunque no lo parezca, de filantrópico tratamiento. La lejanía de su visión, este cuadro con vue plongeante, tiene en verdad una triste explicación. Una dolencia crónica en el ojo obligó a Camille Pissarro a relegar su amado campo abierto antes las visiones urbanas que le ofrecía su balcón doméstico. Tras esta lluvia hay un afán por representar la Vida Moderna surgida de las amplias avenidas del Barón Haussmann. Pero también hay una ausencia. Sin ella, no existiría motivación artística.
Y veo este cuadro, que pienso que es de mis favoritos por la experiencia de enfrentarlo a tierna edad armado con pinturas alpino, y solo quiero saber todas las veces que la lluvia ha caído sobre mi cabeza. Cuánta de ella se desperdició en los recovecos de mis botas. Cuándo lloverá a gusto de todos y cuándo el refranero popular dejará de ser válido debido al cambio climático.