Sigue en pie, pidiendo medidas de protección, destacando en la Lista Roja del Patrimonio
Se llama ermita de la Misericordia y misericordia es lo que pide este edificio diminuto que parece achicarse cada día que pasa, dispuesta a deshacerse la piedra arenisca que clama protección por la empinada cuesta de la calle Asadería. Bajo su tejado de uralita, su recuerdo secular de talla exquisita, la que fuera ermita a las afueras de la ciudad vieja vive el abandono de las instituciones mientras contempla la románica rotundidad de la iglesia de San Cristóbal, erguida frente a su escalera hacia el cielo, el cielo que ocupan los pináculos cercanos de Santi Espíritus, el que miran desde la celosía las ausentes monjas de Santa Clara, el primer convento femenino de la ciudad que era campo en este Teso de San Cristóbal, Salamanca de altas cuestas…
Quiere el olvido que esta esquina hermosa se rinda al desgaste de los sillares, al ornamento pulido por la erosión, su cabeza despojada de la espadaña que ahora adorna, barroca e inusual, la iglesia vieja de Pizarrales… y sin embargo, la ermita de la Misericordia sigue en pie, pidiendo medidas de protección, destacando en la Lista Roja del Patrimonio de la vergüenza, recordándonos su historia novelesca, su tenaz arraigo en esta plaza hermosa de árboles que abrigan la suave bajada de las colinas salmantinas por las que se llamaba a la ciudad “Roma la chica”. Este edificio desprotegido, privado de su dignidad antigua, tiene la tenacidad de su peculiar historia, y Amador lo retrata devolviéndole la grandeza de sus puertas, la narración de sus relieves, la importancia que se merece. El fotógrafo confiere importancia a aquello que retrata, y más si es la mirada enamorada de un caminante constante de la ciudad letrada. La ciudad a veces olvidadiza, la ciudad, en ocasiones, desatenta.
Quiso la buena voluntad de Sancha Díez, en el siglo XIV, dejar casa y lagar para alberge de romeros y peregrinos, abiertas las puertas que más tarde serían hospital para los condenados a muerte que pasaban allí su última noche en la tierra. Quizás vuelen sus almas por los espacios ahora vacíos, las de aquellos que aparecen tallados de rodillas, protegidos por el velo de la Virgen que, en el centro, les cuida y acoge con las palmas en las manos, no sabemos si del martirio o de la paz eterna que les aguarda. Allí, apartados de la ciudad, pero con una vista privilegiada de la Salamanca antigua, los reos de muerte se guardaban bajo la advocación de la misericordia, de la virgen cuya talla que ahora se encuentra en Santi Espíritu, la iglesia como nave instalada en la cuesta a la que da nombre. Tuvo su historia triste y cruel la pequeña ermita. Quizás por eso dejaran que perdiera su peineta de espadaña en 1910 y la convirtieran en espacio de escuela para el Colegio de San José. Había que conjurar su historia macabra, su daño de muerte, y fue en 1945 cuando se cedió a la Unión Ferroviaria y Obrera que no creía en fantasmas y que la volvió cine para que se llenara de otros ecos el sitio de la desesperanza. Ya no clamaban los reos la misericordia de la Virgen habida cuenta de que no había misericordia humana, ahora las historias de las sábanas blancas espantaban los fantasmas y los aparecidos… hasta que quién sabe por qué extraña carambola del destino, la antigua ermita se convirtió en imprenta y sonaban las máquinas y soñaban los linotipistas el espacio vacío de la memoria olvidada.
Y es mi memoria de niña la que recorre la V del logo del negocio de toda la vida, de las artes gráficas que le hicieran a mi padre los sobres, el papel de cartas, las facturas y tarjetas de su negocio, con esa A un tanto exagerada que sin querer, incorporé a mi letra y ahora escribo en la pizarra. Un negocio de los de siempre que retiró su cartel, paró sus máquinas, volviendo la ermita tantas veces reconvertida a ser puerta cerrada, local vacío, espacio de fantasmas, la palma de la bienvenida victoriosa grabada en los sillares que esperan.
Pasan los visitantes de una ciudad que guarda sus tesoros entre las calles empinadas sin ver algunos de sus más bellos rincones. Porque San Cristóbal, plaza inclinada, es uno de los secretos que custodia la ciudad para quien la ama. De ahí que Amador recorra su primera fachada plateresca del siglo XVI, con la virgen del manto protector y sus reos arrepentidos… o la portada barroca que hacía juego con la espadaña desaparecida, voluta, curva y exageración del XVIII en plena eclosión de Churriguera. Y fue esta familia, la que levantó la cercana Plaza Mayor y construyó la iglesia nueva de las Claras quien quizás estuvo detrás de esta puerta bella que dejaba ver, hasta hace bien poco, las máquinas del papel del corazón, la carta comercial cuyos arcanos nos enseñaban mientras golpeábamos las duras teclas de la máquina de escribir: secretariado por las tardes para el debe y el haber del negocio familiar, la factura con sus números, sus columnas, sus precios netos y brutos, sus letanías anteriores al IVA y a la computadora.
Olvidada de quienes bajan la cuesta empinada, la ermita de la Misericordia, pequeña, hundida, horrenda en su sombrero de amianto, su uralita de industria, su destino perdido, sigue tenaz aferrada a la plaza bella, mostrando su mejor cara, su insólita portada. Y es de justicia pedir por ella, por las almas que vagan en su interior silencioso, la noche eterna de su celosía cerrada ¿Y por qué no convertirla en sala de exposición, en luz de la fotografía, en recuerdo vivo de quienes esperaban? Pequeña, recoleta y recogida. Ermita perdida de la misericordia…
José Amador Martin. Charo Alonso.